Gestalt me dará la razón

No podré verte a los ojos, los míos traicionan a mi corazón; veré tu silueta y Gestalt  me dará la razón, verás mis ojos pero no los podrás mirar.

Se disipa el dolor y con él tus huellas en mi corazón, ya no es preciso mudar si estás en el aire del que he de respirar. 

No es preciso vivir como en un desierto si estás en el agua del que he de beber.

Podré moverme como quiero aún sabiendo que estás en la tierra que no quiero pisar.

No tendré frío aunque estés en el calor del fuego con el que me he de abrigar. 

Y aunque seas la mañana en que no quiero despertar y seas en la noche que no quiero despedir… veré tu silueta y no te miraré y GEstalt me dará la razón.

CAnto deL OrgUllO

pandora-thumb

Como la caja de Pandora, no sabes lo que te va a revelar, no preguntes, no busques, es lo único que no debes explorar.
Vivo en constantes guerras y quedan muchas por ganar, no he de bajar la cebeza, inteligentemente he de reaccionar, no me verás caer, no me verás llorar, la cajita de Pandora no me debilitará.
Me mantendré firme en mis decisiones, responderé por mis labios, condicionaré a mis oídos, yo haré mis pasos  y con la frente en alto seguiré luchando.
No me verás caer, no me verás llorar, la cajita de Pandora no me debilitará.
No pienses mi fragilidad, es recomendable dudar, no me verás caer, no me verás llorar, no me imaginarás derrotada, de todo saldré victoriosa, no verás ni un rasguño, no verás ni una lágrima, la cajita de Pandora no me debilitará.
Me verás reir, me verás gozar, la alegría de mi Señor me iluminará, cantaré y bailaré, por su creación sonreiré.
No me verás caer, no me verás llorar, la cajita de Pandora no me debilitará.

LA AMIGDALITIS DE TARZÁN- Alfredo Bryce Echenique

1.      Aspectos biobibliográficos

1.1  Autor

Nacido en Lima el 19 de febrero de 1939, Bryce se crió en una familia de banqueros. Nieto de un presidente de la República y descendiente del último virrey del Perú, el escritor tuvo una infancia dorada y frecuentó los mejores colegios de Lima. Esa época ha quedado inmortalizada en “Un mundo para Julius”, evocación del universo extravagante y cruel de la alta burguesía limeña, venida a menos pero no por eso menos celosa de sus buenas maneras.

En 1957, ingresó en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos en donde estudió simultáneamente Letras (Literatura) y Derecho. En 1963, obtuvo el título de abogado y en 1964 el de Licenciado en Letras, con una tesis titulada «Función del diálogo en la narrativa de Ernest Hemingway». A fines de ese mismo año viajó a Europa para seguir cursos en la Sorbona, en donde obtuvo diplomas en Literatura Francesa Contemporánea y Clásica y preparó una tesis doctoral en Literatura, aún no sustentada. Desde entonces, ha enseñado en varias universidades francesas: Nanterre, Sorbona y Vicennes, Montpellier…

En 1977 aparece su novela “La pasión según San Pedro Balbuena que fue tantas veces Pedro, y que nunca pudo negar a nadie”, cuyo título quedará reducido, por la fuerza, al de “Tantas veces Pedro”. Además por esos años publica el volumen “A vuelo de buen cubero y otras crónicas”, que revela su vinculación al nuevo periodismo norteamericano y su visión del sur estadounidense que visitó gracias a una bolsa de la Fundación Guggenheim. Su pasión por el periodismo se ha mantenido intacta hasta hoy, y lo ha convertido, sin duda, en uno de los grandes cronistas latinoamericanos.

Además de sus cuentos, reunidos por Alfaguara en 1995, Bryce es conocido por dos novelas emblemáticas: “La vida exagerada de Martín Romaña”, publicada en 1981, abre el díptico “Cuadernos de navegación en un sillón Voltaire”, que cerrará con “El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz” en 1984 y con el relato “Una carta a Martín Romaña”, incluida en la colección “Magdalena peruana y otros cuentos” (1986). Eterno viajero, su mirada irónica reencarna en una amplia galería de personajes que se han movido siempre entre la necesidad de la búsqueda del camino y la constatación de la pérdida de rumbo, por lo cual quedan vinculados, en primer lugar, al desamor y a un desarraigo de alcances diversos. Su visión de la Europa que conoció en sus correrías académicas cobra una dimensión nueva y desmitificadora, que abarca lugares y acontecimientos como el mayo del 68 a las luchas de la izquierda hispanoamericana.

En 1988 se publica Crónicas personales, que supone la ampliación de las editadas años atrás. Regresará a la novela con “La última mudanza de Felipe Carrillo”, de 1988, a la que no volverá hasta “No me esperen en abril” (1995). Entretanto, había editado las tres novelas breves de “Dos señoras conversan” y un curioso volumen de memorias (o antimemorias) “Permiso para vivir”.

“Reo de nocturnidad” (1997) supondrá su exitoso retorno a la novela. Poco después llegará la publicación de los, hasta el momento, últimos cuentos, en “Guía triste de París” (1999), y de la novela “La amigdalitis de Tarzán” (1999), cuya traducción italiana obtuvo este año el prestigioso premio Grinzane Cavour.

Alfredo Bryce Echenique, escritor peruano, figura muy destacada de la generación posterior al llamado boom.

Ya había sonado como ganador del Planeta. Y el año pasado lo ganó bajo el seudónimo Stanley Black, autor de un manuscrito titulado “El huerto de mi amada”. Una novela que confirma la maestría literaria del más nómada de los escritores latinoamericanos.

1.2  Obra

LA AMIGDALITIS DE TARZAN

Madrid: Alfaguara, S.A, 1999, 319pp.

 

2.      Aspectos estructurales

2.1  Argumento

Alfredo Bryce nos cuenta en esta novela la historia de amor de una pareja, Juan Manuel y Fernanda María,  que tuvieron un amor envidiable, pero algo les faltó, como dicen ellos mismos: “Estimado tiempo de llegada”, les faltó sintonizar al tiempo, deseaban haberse conocido teniendo a las circunstancias a su favor. Como dice Juan Manuel del Carpio, fueron mejores por carta, y es que la mayor parte de su relación quedó plasmada en  innumerables  epístolas, fueron con las epístolas que defendieron su amor burlando cualquier distancia física, haciendo también afrenta a su realidad.

Se conocieron por primera vez en Roma, se conocieron de vista, aparentemente cautivándose uno con el otro, tiempo después las casualidades de la vida los iban a poner en una misma reunión, con lo que empezaría todo. En ese entonces Juan Manuel Carpio estaba atravesando una difícil etapa por el abandono de su esposa, Luisa, mientras recibía el consuelo y cariño de Fernanda María, con quien mantuvo una relación, ella se esforzaba por alegrar cada instante de Juan Manuel Carpio, hacía suya las canciones que Juan Manuel escribió para Luisa y las que muchas veces lloró y de quién esperó su regreso, sin embargo como toda mujer desea también ser mimada, amada, correspondida, Fernanda, fastidiada, por la persistente presencia de Luisa en los recuerdos de Juan Manuel, se fue a Chile para estudiar Arquitectura, ya que en París no podía convalidar cursos, antes de de llegar a Chile hizo una parada en Lima y dispuesta a todo fue a buscar a la amada de Juan Manuel, Luisa, a quien la actualizó de su romance con Juan Manuel y de quien consiguió como único recuerdo una cachetada. Sucedió así, mientras ya muy distantes, Juan Manuel lamentado la ida de Fernanda, por la existencia de su amor por ella, pasaba el tiempo y Juan Manuel volvió a saber de Fernanda, dándose por enterado de la visita a Luisa en Lima y de la existencia de Enrique, su esposo, y un tierno bebé, ya se encontraba casada, las circunstancias no permitían su relación ahora que Juan Manuel estaba dispuesto a todo con Fernanda María, es así como en París teniéndolos como huéspedes se inicia el romance casi clandestino, y después de eso empezaron las cartas, los viajes, las semanas de entrega total al ser amado; por otra parte, paralelamente Fernanda sufría un exilio, por ello viajó a París, pero no fue el único viaje que realizó, en su país también se vivían tiempos trágicos, una de las razones de sus tantas mudanzas, mientras las cartas continuaban.

Juan Manuel harto de la situación, decide ver a Fernanda María que ya tenía su segundo bebe, Marianita, y coincide con un viaje que Enrique realiza a California donde se encontraban, toda la familia y Juan Manuel de visita. Pasaron noches tensas, hasta que en una de ellas con copa en mano las verdades salen al aire, el amor aún vivo y fogoso entre Juan Manuel y Fernanda María, sin más para la noche Enrique, con antecedentes de alcohólico y agresión física, no puso más peros que el solo “espérense hasta mañana”, pedido que no tuvo fruto, la pareja de enamorados y con mal “estimado tiempo de llegada” pudieron irse al motel de enfrente con aparente consentimiento por Enrique, quizás fue porque ya resultaba inevitable un encuentro entre ellos.

La recaída de Enrique en el alcohol fue inevitable, pero también supo levantarse, viajó a Chile por el estado de salud de mi madre; a Juan Manuel le iba bien; para Fernanda la situación mejoraba y con Enrique en Chile sentía todo bien. Por el aparente mal estado de salud de la madre de Enrique, hizo que Fernanda viaje a Chile en dos ocasiones para que Rodrigo y Marianita puedan conocer a su abuelita. Fueron difícil momentos los que atravesaba Fernanda María, a pesar de ello, poco después, Juan Manuel prefirió el silencio, mientras Fernanda continuaba escribiéndole, tiempo en el que Juan Manuel conoció a una chica que despertó emociones en él, haciendo que la recuerde de una manera muy peculiar, después de su muerte, en los jardines que ella arregló en su casa, como “Flor a Secas”. Fernanda enterada y muerta de celos continuó escribiéndole, y después de un largo silencio contestó. Fueron como 20 años el tiempo que duró la comunicación epistolar que mantenían. Ni bien se iban alejando no pasaría mucho tiempo para que Fernanda encontrara a otra persona a quien amar, se trataba de  Bob, un paciente norteamericano, quien hizo el papel de pareja nada sacrificada, quien no puso todo de sí para una relación de tal magnitud debido a las circunstancias. 

Para Juan Manuel y Fernanda María ellos eran el uno para el otro, tenían amor pero, con lo que no contaban era con el “Estimado tiempo de llegada”, las circunstancias no les permitían darse por completo.

            2.2 Género y especie: narrativo y novela

            2.3 Medios referidos:

                        a. Personajes

Protagonista: Juan Manuel Carpio, limeño de segunda generación, de abuelo paterno andahuaylino con quechua como lengua materna, de abuela puneña, su padre fue vocal de la Corte Superior. Estudió en la Universidad Mayor de San Marcos, Facultad de Letras, especialidad de literatura. Se casó con Luisa de quien no se llegó a divorciar sin llegar a tener ningún hijo. Es cantautor.

Coprotagonista: Fernanda María de la Trinidad Monte Montes, señora que tuvo la mejor educación proporcionada por sus padres, de una Familia de renombre en El Salvador, que en su momento gozaban de una buena economía hasta la muerte de su padre, Fernanda trabajó en París, estuvo con Manuel Carpio, después se llega a casar con Enrique, con quien llega a tener dos hijos. Mantiene una relación paralela con Manuel Carpio. Viaja por diversos países a raíz de la situación política que atraviesa Chile y El Salvador.

Principales: Rafael Dulanto (muy amigo de Fernanda y Juan Manuel), Enrique (el esposo de Fernanda).

Secundarios: Luisa (La esposa de Juan Manuel), María Cecilia (hermana mayor de Fernanda), Susy (hermana que vive en París), Rodrigo y Mariana (hijos de Fernanda y enrique), Charlie Boston (amigo de Fernanda y Manuel), Don Julián d’Octaville, Julio Ramón Ribeyro, Edgardo de la Jara.

b. Tema (acción): Una relación sentimental que mantuvieron Juan Manuel  y Fernanda por medio de cartas y con acordados encuentros amorosos, a pesar de que Fernanda ya se encontraba casada poco tiempo después que terminara su relación “formal” con Manuel, dentro de las tempestades de distintas intensidades que cada uno por su lado atraviesa llegan a hacer saber su relación, sin embargo las circunstancias no permiten la entrega completa de estas dos almas gemelas que no tuvieron a favor de ellos a su tan odiado señor Tiempo.

                        c. Tiempo: 1967-1998

                      d. Espacio: Roma, París, ciudades de Estados Unidos (Oakland,…, California), San Salvador, México, Chile, Perú.

          e. Componentes sociológicos: predomina ambiental; cultural con el siempre fondo de la guitarra de Juan Manuel Carpio; presenta    un trágico panorama político, problemas sociales, el exilio que sufre la familia de Fernanda María de Chile y la huida de El Salvador.

            2.4 Ubicación del autor: Narrador subjetivo y Protagonista

            2.5 Relación lector – obra: Lector activo

 

            2.6 Medios técnicos:

                        a. Organización: se divide en cinco capítulos con nombres

                        b. Actitud en la expresión literaria: narración y diálogo

                        c. Niveles de lengua: Supra-estándar

                        d. Tipos de lenguaje: expresivo

                        e. Recursos estilísticos:

 

Símil:

“… cuya voz salía incesantemente de un disco al que había acudido como un náufrago a una boya.” (pág. 156)

“… y que siempre me hacen sentir que mi amistad por ti es sólida como Gibraltar.” (pág. 175)

“… y me quitó cualquier veleidad de andar lanzándome al río a cada rato, cual Tarzán.”(pág.177)

 

Metáfora:

“…sus ojos  siguen llenos de las mismas estrellas que tú viste en México.” (pág. 158)

“El trago para él es un monstruo tenebroso y nefasto que hace mucho tiempo le ganó la partida y le mostró su feo rostro.”

 

Epíteto:

“…y clavándome tal mirada de ojos verdes, que sólo así entendí…” (pág. 35)

 

Elipsis:

“… para encerrarte y escucharte y componer música, que es lo que a ti te ha gustado y ayudado siempre.” (pág. 160)

“Pero te la mando porque me gusta hablarte  y lo necesito” (pág. 160)

 

Hipérbole:

“Pero era joven, componía las canciones más lindas del mundo, aún incomprendidas, eso sí, y tenía una maravilla de esposa esperándome siempre en París.”(pág.21)

“… y esas cosas a mí me matan de celos.” (pág. 171)

“… aquí donde hasta los muertos me conocen.” (pág. 175)

 

Hipérbaton:

“Es duro, sabes, comprobar que todas tus hermanas se han ido con ánimo de no volver más de visita y cada vez menos.” (pág. 160)

“…pero sólo cuando le ganamos la partida, lo cual, seamos sinceros, Mía, no  ha sido nunca el caso de Enrique.”(pág. 168)

 

Antítesis:

“… en vez de correr y correr para estar siempre en ningún lugar” (pág. 17)

“… llegada a París, solita su alma y recién posgraduada de todo y de nada, en Suiza.” (pág.23)

“…como siempre has estado, como nunca has estado, como estás y estarás.” (pág.71)

“… pienso siempre en ti y eso me alegra y me hace bien, y me hace mal, y me hace bien otra vez.”(pág.77)

“No te imaginas lo que te he extrañado y odiado y vuelto a extrañar y a odiar.”(pág. 174)

 

Anáfora:

“Corro y corro y corro todo el día. En la mañana corro a dejar a los niños al colegio, corro a la oficina, corro en el trabajo, corro para almorzar,…” (pág. 16)

 

 

Polisíndeton:

“…, y te agradezco que me hagas sentir siempre tu grande y dulce amistad y ternura” (pág. 161)

 

Asíndeton:

“Todo pasó así, mi amor, Juan Manuel Carpio, mi amado amigo.”(pág.153)

 

                        f. Corrección gramatical:

·         “Conservo una copia de ese cuaderno que Maía me envió una vez, como quien dice que linda el habla de tu tierra o de donde sea…” (pág. 18).

-… como quien dice que lindo el habla de tu tierra…

·         “…tanda de viejos verdes y habráse visto cosa igual…” (pág. 22)

-… y habrá visto cosa igual

·         “Tu seguirás con tu ronda por esas islas, y espero que el mar y el sol te darán fuerzas y optimismo.” (pág.81)

-… y el sol te den fuerzas y optimismo.

·         “…el actual presi de Costa Rica” (pág,104)

-…con el actual presidente de Costa Rica

·         “Con lo grandazote que es, fíjate tú, y con el gran talento que tiene…”(pág. 118)

-Con lo grandote que es…

                        g. Estilo: Metafórico y poético

3.         Comentario

El título de la novela “La amigdalitis de Tarzán”, sin lugar a duda, corresponde a un autor con estilo metafórico y poético. Tarzán en esta novela, que muy bien describe Alfredo Bryce Echenique, es Fernanda María  de la Trinidad Monte Montes quien es comparada con Tarzán por el entusiasmo y optimismo que emana desde su personaje, como para todos, no todo es color de rosa y hasta la mirada más optimista tiene sus bajas,  y son estas bajas las amigdalitis que a todos nos toca vivir algunas veces, literalmente hablando.

Es la segunda novela que voy leyendo de Alfredo Bryce Echenique, un excelente novelista. La amigdalitis de Tarzán encierra esa capacidad tan exquisita que tiene Bryce como escritor, y que muestra para el deleite en cada línea de sus obras, las descripciones que realiza mostrándonos las circunstancias de los sucesos valiéndose además de recursos estilísticos y de epístolas integradas hace de esta novela más valiosa aún, adornando de esa manera el panorama que nos es contado y haciéndolo más romántico aún.

El recurso de las epístolas es una gran estrategia que tomó Bryce, las epístolas tienen al lector a la expectativa y hace crear juicios propios de lo que trae cada carta de amor, en particular a mí me encantó el relato con epístolas en casi toda la obra.

Dentro de un contexto de crisis política Bryce desarrolla toda esta historia de amor, que lucha por no dejarse vencer a pesar de las circunstancias y por la gran desventaja que representa no contar con el tan anhelado “Estimado tiempo de llegada” a su favor. Es un relato realmente envolvente, una situación que nos invita, quizás, a la reflexión acerca de nuestras relaciones amorosas, las personas que dejamos ir por no saber actuar en el momento indicado. También  nos muestra un amor puro que burla la distancia, lo que lo hace admirable.

No se puede pasar por alto la conjugación de los papeles de narrador y protagonista que tenía Alfredo Bryce en su novela, una combinación que nos mantenía atentos en la lectura y que nos mostraba un panorama a través de las descripciones desde la posición subjetiva del narrador, y a un Juan Manuel Carpio  transparente. Y tampoco  nuestro papel de lectores activos, ya que los sucesos no son lineales y hay constantes saltos al pasado.

Es una gran novela “La amigdalitis de Tarzán”, la calidad con la que escribe Alfredo Bryce Echenique sirve para el deleite de sus muchos lectores, quienes tenemos la suerte de poder leer algunas de sus obras, producto de su gran talento, por tanto, es muy recomendable.

 

 

 

 

 

LamentOs

Hace unas semanas hablamos de nuestra amistad, nos habíamos distanciado, a pesar de lo que argumenté ella sigue defendiendo su hipótesis: nuestros horarios.

Ayer fue un domingo especial, fue el día de la fiesta de la Divina Misericordia y también del onomástico de mi primo, a quien nuestro círculo de amigos le preparó una pequeña reunión, fue realmente genial, nos divertimos. Pese a ser un domingo, con algo de alcohol regresamos a nuestras casas, repletos de canchita súper salada y con harta sed, dispuestos a tomar tanta agua que nuestro organismo pudiera soportar, sobre todo Camile, que seleccionaba de entre las canchitas a los más quemados, realmente única.

No había hablado con Camile de nuestras cosas personales hace buen tiempo y hace poco escuché muchos rumores sobre ella, no podía evitar la nostalgia de como era todo cuando éramos amigas, confidentes, era la primera en enterarme de sus cosas, ahora sé de ella por algunos rumores, que nunca son totalmente ciertos. Wuuuu, la empezé a molestar por los rumores de que la habían visto con un antiguo enamorado, ella solo me dijo -naa es mi amigo- Camile y sus cosas, siempre ha sido tan complicada, a veces creo que no quiere darse cuenta de las cosas que suceden a su alrededor. Me contó lo último que le había pasado, yo también la actualizé con lo último que me había sucedido, me hubiera gustado ser la primera en saber lo que le sucedía, como sucede entre amigas. Me contó un montón de cosas, y no puedo olvidar su rostro de emoción y preocupación cuando me habló de Natán e Ismael, Natán su tan preciado amigo que ya tiene enamorada, -es mejor alejarse- me dijo -porque a ninguna chica le gustaría que su enamorado sea más considerado con su mejor amiga que con su propia enamorada- ay Camile!, solo a ella  se le ocurren cosas así, por otro lado me contó de Ismael, su segundo enamorado -siento mucha nostalgia, ya no hablamos, no me llama, lo extraño, yo sé que está mal porque ahora él tiene enamorada y es feliz, pero no puedo evitar extrañarlo, como lamento tanto haber terminado con él, lo veo y mis ojos brillan, lo extraño-, quisiera tanto ayudarla, Ismael estuvo al tanto de ella hasta hace poco que empezó una relación, ella no se daba cuenta de las cosas en ese entonces y ahora él tomó otro rumbo; Camile está saliendo con varios chicos, ella dice que salen solo como amigos, yo creo que ella sí sale como amiga pero, me pregunto si ellos salen también en plan de amigos, ahora solo sé con certeza que con quien me hubiera gustado que regresara ya es un amor imposible, Ismael ya tiene enamorada, quien ,estoy segura, es la mujer más feliz de la tierra.

AnáfOra

Mientras me asomaba por una de esas ventanitas de las que facilita a una la internet, me refiero al MSN, me fue inevitable escribir en mi mensaje personal una de esas frases que se te quedan grabadas con tan solo escucharlas una sola vez: «Ergo, no veo fracaso, sino por lo contrario una hermosa aventura bien cumplida» (Juan Ramón Jiménez), realmente preciso para mi verano, nada que lamentar, si por mis temores tardé en reaccionar será por los mismos que en otra oportunidad no volveré a desconfiar, realmente una hermosa aventura bien cumplida.
– Quién es el susodicho, dime quién es mi tío? a quién has flechado
Me preguntaba mi sobrinito al ver mi nick «algo» romántico acompañado de mi mensaje personal, siempre tan curioso mi pequeño sobrinito, quien ya le gana por una cabeza a mi primo, vaya que es muy chiquito. Yo me repetía la respuesta que le daría – ya quisiera poder volver a flechar a quien extraño…por qué diablos no me permito ser feliz, por qué sigo pensando en alguien a quien dejé partir si yo sé muy bien que ahora no podemos estar, o por qué no me doy ya una oportunidad y arriesgar… son tantas cosas que giran como trompo en mi cabeza – quizás mis razones por la que no puedo situarme en el punto de partida de una carrera en nombre del amor pueden sonar a pretextos, sin embargo  con mi amable, caballero, dulce y noble compañero ya empezé una carrera de fondo en nombre de la amistad donde solo el tiempo me anunciará el punto final, es una hermosa amistad la que vivimos o ¿vivíamos? que no queremos malograr, quizás que yo no quiero malograr, creo que no quiero que se me recuerde como la que provocó el final de una amistad ciegamente aceptada , finalmente espero que el tiempo haga su trabajo y lo sepa disipar.

Por ahora anhelo su presencia física ( algo normal,creo yo, del proceso del olvido) , él se encuentra lejos, una constante de distancia, sé que con solo ir al paradero y tomar un carro me podría encontrar tan cerca de él, respirando el mismo aire, sintiendo su calor, el calor del afecto que aún nos tenemos, pero las cartas ya están sobre la mesa, ya decidí, se me fue el tren -o quizás lo dejé ir- y la vida continúa, el planeta sigue girando, yo sigo andando. No merece que comparta con él los errores del los que yo tendré que aprender, me falta mucho por andar, mucho por llorar, me falta querer tener una relación, me falta vencer el miedo a una relación, me falta sentir fastidio por mi soledad. Él es tan lindo PERO… debo madurar.

Muchos vienen y muchos se van, pocos regresan a reafirmar y el resto, condenados por el olvido, en alguna parte del espacio están.

Por otra parte mi conducta, últimamente, responde a querer ser como el Tarzán que describe Alfredo Bryce Echenique en su novela «La amigdalitis de Tarzán», un tarzán muy optimista, constante, perseverante, un tarzán que no deja de sonreir; las únicas variaciones que se tendrían al referirse a mí serían con respecto al título, en mi caso yo lo cambiaría a: La Faringitis de Tarzán, y otra variación es que yo, Tarzán, estaría rezando, una vez más, para no ser mejor como amiga que como enamorada en mis próximas experiencias, mientras repito a los demandantes de mi solitario corazón «Acompáñame a estar solo», como dice el título de una de las canciones de Arjona.

 Te deseo tan lejos porque así puedo extrañarte, tan lejos porque así puedo desenamorarme, tan lejos porque así puedo ver un cielo claro, tan lejos porque tus ojos así no me intimidarán, tan lejos y tan cerca a la vez.

Tantas veces concluí en tus labios, tantas veces dije te amo, tantas veces me dejé ganar, tantas veces me dejé querer, tantas veces me dejé encantar, tantas veces me dejé llevar, tantas veces  y una más prometimos darnos otra oportunidad.

Quisiera tocar tus manos, quisiera rozar tus labios, quisiera tantas cosas, quisiera tantas nadas. Aprendí de tu ausencia,  aprendí del silencio, aprendí de tus recuerdos que así eres más dulce; más dulce el silencio de tu ausencia en mis recuerdos.

Literatura: lo que no debemos dejar de leer

Para comprender el Romanticismo, el Realismo y el Simbolismo debemos leer algunas obras de sus representantes.

ROMANTICISMO

«El alacrán de Fray Gómez» por Ricardo Palma

A Casimiro Prieto Valdés

Principio, principiando;
principiar quiero
por ver si principiando
principiar puedo.

In diebus illis, digo, cuando yo era muchacho, oía con frecuencia a las viejas exclamar, ponderando el mérito y precio de una alhaja:

-¡Esto vale tanto como el alacrán de fray Gómez!

Tengo una chica, remate de lo bueno, flor de la gracia y espumita de la sal, con unos ojos más pícaros y trapisondistas que un par de escribanos:

chica que se parece
al lucero del alba
cuando amanece,

al cual pimpollo he bautizado, en mi paternal chochera, con el mote de alacrancito de fray Gómez. Y explicar el dicho de las viejas y el sentido del piropo con que agasajo a mi Angélica, es lo que me propongo, amigo y camarada Prieto, con esta tradición.
El sastre paga deudas con puntadas, y yo no tengo otra manera de satisfacer la literaria que con usted he contraído que dedicándole estos cuatro palotes.

I

Este era un lego contemporáneo de don Juan de la Pipirindica, el de la valiente pica, y de San Francisco Solano; el cual lego desempeñaba en Lima, en el convento de los padres seráficos, las funciones de refitolero en la enfermería u hospital de los devotos frailes. El pueblo lo llamaba fray Gómez, y fray Gómez lo llaman las crónicas conventuales, y la tradición lo conoce por fray Gómez. Creo que hasta en el expediente que para su beatificación y canonización existe en Roma no se le da otro nombre.

Fray Gómez hizo en mi tierra milagros a mantas, sin darse cuenta de ellos y como quien no quiere la cosa. Era de suyo milagroso, como aquel que hablaba en prosa sin sospecharlo.
Sucedió que un día iba el lego por el puente, cuando un caballo desbocado arrojó sobre las losas al jinete. El infeliz quedó patitieso, con la cabeza hecha una criba y arrojando sangre por boca y narices.
-¡Se descalabró, se descalabró! -gritaba la gente-. ¡Que vayan a San Lázaro por el santo óleo!
Y todo era bullicio y alharaca.
Fray Gómez acercóse pausadamente al que yacía en la tierra, púsole sobre la boca el cordón de su hábito, echóle tres bendiciones, y sin más médico ni más botica el descalabrado se levantó tan fresco, como si golpe no hubiera recibido.
-¡Milagro, milagro! ¡viva fray Gómez! -exclamaron los infinitos espectadores.
Y en su entusiásmo intentaron llevar en triunfo al lego. Este, para substraerse a la popular ovación, echó a correr camino de su convento y se encerró en su celda.
La crónica franciscana cuenta esto último de manera distinta. Dice que fray Gómez, para escapar de sus aplaudidores, se elevó en los aires y voló desde el puente hasta la torre de su convento. Yo ni lo niego ni lo afirmo. Puede que sí y puede que no. Tratándose de maravillas, no gasto tinta en defenderlas ni en refutarlas.
Aquel día estaba fray Gómez en vena de hacer milagros, pues cuando salió de su celda se encaminó a la enfermería, donde encontró a San Francisco Solano acostado sobre una tarima, víctima de una furiosa jaqueca. Pulsólo el lego y le dijo:
-Su paternidad está muy débil, y haría bien en tomar algún alimento.
-Hermano -contestó el santo-, no tengo apetito.
-Haga un esfuerzo, reverendo padre, y pase siquiera un bocado.
Y tanto insistió el refitolero, que el enfermo, por libarse de exigencias que picaban ya en majadería, ideó pedirle lo que hasta para el virrey habría sido imposible conseguir, por no ser la estación propicia para satisfacer el antojo.
-Pues mire, hermanito, sólo comería con gusto un par de pejerreyes.
Fray Gómez metió la mano derecha dentro de la manga izquierda, y sacó un par de pejerreyes tan fresquitos que parecían acabados de salir del mar.
-Aquí los tiene su paternidad, y que en salud se le conviertan. Voy a guisarlos.
Y ello es que con los benditos pejerreyes quedó San Francisco curado como por ensalmo.
Me parece que estos dos milagritos de que incidentalmente me he ocupado no son paja picada. Dejo en mi tintero otros muchos de nuestro lego, porque no me he propuesto relatar su vida y milagros.
Sin embargo, apuntaré, para satisfacer curiosidades exigentes, que sobre la puerta de la primera celda del pequeño claustro, que hasta hoy sirve de enfermería, hay un lienzo pintado al óleo representando estos dos milagros, con la siguiente inscripción:
«El Venerable Fray Gómez.- Nació en Extremadura en 1560. Vistió el hábito en Chuquisaca en 1580. Vino a Lima en 1587.- Enfermero fue cuarenta años, Ejercitando todas las virtudes, dotado de favores y dones celestiales. Fue su vida un continuado milagro. Falleció en 2 de mayo de 1631, con fama de santidad. En el año siguiente se colocó el cadáver en la capilla de Aranzazú, y en 13 de octubre de 1810 se pasó debajo del altar mayor, a la bóveda donde son sepultados los padres del convento. Presenció la traslación de los restos el Señor doctor don Bartolomé María de las Heras. Se restauró este venerable retrato en 30 noviembre de 1882, por M. Zamudio».

II

Estaba una mañana fray Gómez en su celda entregado a la meditación, cuando dieron a la puerta unos discretos golpecitos, y una voz de quejumbroso timbre dijo:

-Deo gratias… ¡alabado sea el Señor!

-Por siempre jamás, amén. Entre, hermanito -contestó fray Gómez.

Y penetró en la humildísima celda un individuo algo desarrapado, vera efigie del hombre a quien acongojan pobrezas, pero en cuyo rostro se dejaba adivinar la proverbial honradez del castellano viejo.

Todo el mobiliario de la celda se compañía de cuatro sillones de vaqueta, una mesa mugrienta, y una tarima sin colchón, sábanas ni abrigo, y con una piedra por cabezal o almohada.

-Tome asiento, hermano, y dígame sin rodeos lo que por acá le trae -dijo fray Gómez.

-Es el caso, padre, que yo soy hombre de bien a carta cabal…

-Se le conoce y que persevere deseo, que así merecerá en esta vida terrena la paz de la conciencia, y en la otra la bienaventuranza.

-Y es el caso que soy buhonero, que vivo cargado de familia y que mi comercio no cunde por falta de medios, que no por holgazanería y escasez de industria en mí.

-Me alegro, hermano, que a quien honradamente trabaja Dios le acude.

-Pero es el caso, padre, que hasta ahora Dios se me hace el sordo, y en acorrerme tarda…

-No desespere, hermano, no desespere.

-Pues es el caso que a muchas puertas he llegado en demanda de habilitación por quinientos duros, y todas las he encontrado con cerrojo y cerrojillo. Y es el caso que anoche, en mis cavilaciones, yo mismo me dije a mí mismo:

-¡Ea!, Jerónimo, buen ánimo y vete a pedirle el dinero a fray Gómez, que si él lo quiere, mendicante y pobre como es, medio encontrará para sacarte del apuro. Y es el caso que aquí estoy porque he venido, y a su paternidad le pido y ruego que me preste esa puchurela por seis meses, seguro que no será por mí quien se diga:

En el mundo hay devotos
de ciertos santos;
la gratitud les dura
lo que el milagro;
que un beneficio
da siempre vida a ingratos
desconocidos.

-¿Cómo ha podido imaginarse, hijo, que en esta triste celda encontraría ese caudal?

-Es el caso, padre, que no acertaría a responderle; pero tengo fe en que no me dejará ir desconsolado.

-La fe lo salvará, hermano. Espere un momento.

Y paseando los ojos por las desnudas y blanqueadas paredes de la celda, vio un alacrán que caminaba tranquilamente sobre el marco de la ventana. Fray Gómez arrancó una página de un libro viejo, dirigióse a la ventana, cogió con delicadeza a la sabandija, la envolvió en el papel, y tornándose hacia el castellano viejo le dijo:

-Tome, buen hombre, y empeñe esta alhajita; no olvide, sí devolvérmela dentro de seis meses.

El buhonero se deshizo en frases de agradecimiento, se despidió de fray Gómez y más que de prisa se encaminó a la tienda de un usurero.

La joya era espléndida, verdadera alhaja de reina morisca, por decir lo menos. Era un prendedor figurando un alacrán. El cuerpo lo formaba una magnífica esmeralda engarzada sobre oro, y la cabeza un grueso brillante con dos rubíes por ojos.

El usurero, que era hombre conocedor, vio la alhaja con codicia, y ofreció al necesitado adelantarle dos mil duros por ella; pero nuestro español se empeñó en no aceptar otro préstamo que el de quinientos duros por seis meses, y con un interés judaico, se entiende. Extendiéronse y firmáronse los documentos o papeletas de estilo, acariciando el agiotista la esperanza de que a la postre el dueño de la prenda acudiría por más dinero, que con el recargo de intereses lo convertiría en propietario de joya tan valiosa por su mérito intrínseco y artístico.

Y con este capitalito fuele tan prósperamente en su comercio, que a la terminación del plazo pudo desempeñar la prenda, y, envuelta en el mismo papel en que la recibiera, se la devolvió a fray Gómez.

Éste tomó el alacrán, lo puso sobre el alféizar de la ventana, le echó una bendición y dijo:

-Animalito de Dios, sigue tu camino.

Y el alacrán echó a andar libremente por las paredes de la celda.

Y vieja, pelleja,
aquí dio fin la conseja.

 

«El escarabajo de oro», cuento de Edgar Allan Poe

I

¡Hola, hola! ¡Este mozo es un danzante loco! Le ha picado la tarántula.

(Todo al revés.)

Hace muchos años trabé amistad íntima con un míster William Legrand. Era de una antigua familia de hugonotes, y en otro tiempo había sido rico; pero una serie de infortunios habíanle dejado en la miseria. Para evitar la humillación consiguiente a sus desastres, abandonó Nueva Orleáns, la ciudad de sus antepasados, y fijó su residencia en la isla de Sullivan, cerca de Charleston, en Carolina del Sur.

Esta isla es una de las más singulares. Se compone únicamente de arena de mar, y tiene, poco más o menos, tres millas de largo. Su anchura no excede de un cuarto de milla. Está separada del continente por una ensenada apenas perceptible, que fluye a través de un yermo de cañas y légamo, lugar frecuentado por patos silvestres. La vegetación, como puede suponerse, es pobre, o, por lo menos, enana. No se encuentran allí árboles de cierta magnitud. Cerca de la punta occidental, donde se alza el fuerte Moultrie y algunas miserables casuchas de madera habitadas durante el verano por las gentes que huyen del polvo y de las fiebres de Charleston, puede encontrarse es cierto, el palmito erizado; pero la isla entera, a excepción de ese punto occidental, y de un espacio árido y blancuzco que bordea el mar, está cubierta de una espesa maleza del mirto oloroso tan apreciado por los horticultores ingleses. El arbusto alcanza allí con frecuencia una altura de quince o veinte pies, y forma una casi impenetrable espesura, cargando el aire con su fragancia.

En el lugar más recóndito de esa maleza, no lejos del extremo oriental de la isla, es decir, del más distante, Legrand se había construido él mismo una pequeña cabaña, que ocupaba cuando por primera vez, y de un modo simplemente casual, hice su conocimiento. Este pronto acabó en amistad, pues había muchas cualidades en el recluso que atraían el interés y la estimación. Le encontré bien educado de una singular inteligencia, aunque infestado de misantropía, y sujeto a perversas alternativas de entusiasmo y de melancolía. Tenía consigo muchos libros, pero rara vez los utilizaba. Sus principales diversiones eran la caza y la pesca, o vagar a lo largo de la playa, entre los mirtos, en busca de conchas o de ejemplares entomológicos; su colección de éstos hubiera podido suscitar la envidia de un Swammerdamm.

En todas estas excursiones iba, por lo general, acompañado de un negro sirviente, llamado Júpiter, que había sido manumitido antes de los reveses de la familia, pero al que no habían podido convencer, ni con amenazas ni con promesas, a abandonar lo que él consideraba su derecho a seguir los pasos de su joven massa Will. No es improbable que los parientes de Legrand, juzgando que éste tenía la cabeza algo trastornada, se dedicaran a infundir aquella obstinación en Júpiter, con intención de que vigilase y custodiase al vagabundo.

Los inviernos en la latitud de la isla de Sullivan son rara vez rigurosos, y al finalizar el año resulta un verdadero acontecimiento que se requiera encender fuego. Sin embargo, hacia mediados de octubre de 18…, hubo un día de frío notable. Aquella fecha, antes de la puesta del sol, subí por el camino entre la maleza hacia la cabaña de mi amigo, a quien no había visitado hacia varias semanas, pues residía yo por aquel tiempo en Charleston, a una distancia de nueve millas de la isla, y las facilidades para ir y volver eran mucho menos grandes que hoy día. Al llegar a la cabaña llamé, como era mi costumbre, y no recibiendo respuesta, busqué la llave donde sabía que estaba escondida, abrí la puerta y entré. Un hermoso fuego llameaba en el hogar. Era una sorpresa, y, por cierto, de las agradables. Me quité el gabán, coloqué un sillón junto a los leños chisporroteantes y aguardé con paciencia el regreso de mis huéspedes.

Poco después de la caída de la tarde llegaron y me dispensaron una acogida muy cordial. Júpiter, riendo de oreja a oreja, bullía preparando unos patos silvestres para la cena. Legrand se hallaba en uno de sus ataques-¿con qué otro término podría llamarse aquello?-de entusiasmo. Había encontrado un bivalvo desconocido que formaba un nuevo género, y, más aún, había cazado y cogido un escarabajo que creía totalmente nuevo, pero respecto al cual deseaba conocer mi opinión a la mañana siguiente.

-¿Y por qué no esta noche?-pregunté, frotando mis manos ante el fuego y enviando al diablo toda la especie de los escarabajos.

-¡Ah, si hubiera yo sabido que estaba usted aquí! -dijo Legrand-. Pero hace mucho tiempo que no le había visto, y ¿cómo iba yo a adivinar que iba usted a visitarme precisamente esta noche? Cuando volvía a casa, me encontré al teniente G***, del fuerte, y sin más ni más, le he dejado el escarabajo: así que le será a usted imposible verle hasta mañana. Quédese aquí esta noche, y mandaré a Júpiter allí abajo al amanecer. ¡Es la cosa más encantadora de la creación!

-¿El qué? ¿El amanecer?

-¡Qué disparate! ¡No! ¡El escarabajo! Es de un brillante color dorado, aproximadamente del tamaño de una nuez, con dos manchas de un negro azabache: una, cerca de la punta posterior, y la segunda, algo más alargada, en la otra punta. Las antenas son…

-No hay estaño* en él, massa Will [*Juego de palabras intraducible: La pronunciación en inglés de la palabra antennae hace que Júpiter – quien habla una jerga casi ininteligible – crea que su amo habla de estaño (tin): Dey ain’t no tin him], se lo aseguro-interrumpió aquí Júpiter-; el escarabajo es un escarabajo de oro macizo todo él, dentro y por todas partes, salvo las alas; no he visto nunca un escarabajo la mitad de pesado.

-Bueno; supongamos que sea así-replicó Legrand, algo más vivamente, según me pareció, de lo que exigía el caso-. ¿Es esto una razón para dejar que se quemen las aves? El color-y se volvió hacia mí-bastaría para justificar la idea de Júpiter. No habrá usted visto nunca un reflejo metálico más brillante que el que emite su caparazón, pero no podrá usted juzgarlo hasta mañana… Entre tanto, intentaré darle una idea de su forma.

Dijo esto sentándose ante una mesita sobre la cual había una pluma y tinta, pero no papel. Buscó un momento en un cajón, sin encontrarlo.

-No importa-dijo, por último-; esto bastará.

Y sacó del bolsillo de su chaleco algo que me pareció un trozo de viejo pergamino muy sucio, e hizo encima una especie de dibujo con la pluma. Mientras lo hacía, permanecí en mi sitio junto al fuego, pues tenía aún mucho frío. Cuando terminó su dibujo me lo entregó sin levantarse. Al cogerlo, se oyó un fuerte gruñido, al que siguió un ruido de rascadura en la puerta. Júpiter abrió, y un enorme terranova, perteneciente a Legrand, se precipitó dentro, y, echándose sobre mis hombros, me abrumó a caricias, pues yo le había prestado mucha atención en mis visita anteriores. Cuando acabó de dar brincos, miré el papel, y, a decir verdad, me sentí perplejo ante el dibujo de mi amigo.

-Bueno-dije después de contemplarlo unos minutos-; esto es un extraño escarabajo, lo confieso nuevo para mí: no he visto nunca nada parecido antes, a menos que sea un cráneo o una calavera, a lo cual se parece más que a ninguna otra cosa que hay caído bajo mi observación.

-¡Una calavera!-repitió Legrand-. ¡Oh, sí Bueno; tiene ese aspecto indudablemente en el papel. Las dos manchas negras parecen unos ojos, ¿eh? Y la más larga de abajo parece una boca; además, la forma entera es ovalada.

-Quizá sea así-dije-; pero temo que usted no sea un artista. Legrand. Debo esperar a ver el insecto mismo para hacerme una idea de su aspecto.

-En fin, no sé-dijo él, un poco irritado-: dibujo regularmente, o, al menos, debería dibujar, pues he tenido buenos maestros, y me jacto de no ser de todo tonto.

-Pero entonces, mi querido compañero, usted bromea-dije-: esto es un cráneo muy pasable puedo incluso decir que es un cráneo excelente, con forme a las vulgares nociones que tengo acerca de tales ejemplares de la fisiología; y su escarabajo será el más extraño de los escarabajos del mundo si se parece a esto. Podríamos inventar alguna pequeña superstición muy espeluznante sobre ello. Presumo que va usted a llamar a este insecto scaruboeus caput hominis o algo por el estilo; hay en las historias naturales muchas denominaciones semejantes. Pero ¿dónde están las antenas de que usted habló?

-¡Las antenas!-dijo Legrand, que parecía acalorarse inexplicablemente con el tema-. Estoy seguro de que debe usted de ver las antenas. Las he hecho tan claras cual lo son en el propio insecto, y presumo que es muy suficiente.

-Bien, bien-dije-; acaso las haya hecho usted y yo no las veo aún.

Y le tendí el papel sin más observaciones, no queriendo irritarle; pero me dejó muy sorprendido el giro que había tomado la cuestión: su mal humor me intrigaba, y en cuanto al dibujo del insecto, allí no había en realidad antenas visibles, y el conjunto se parecía enteramente a la imagen ordinaria de una calavera.

Recogió el papel, muy malhumorado, y estaba a punto de estrujarlo y de tirarlo, sin duda, al fuego, cuando una mirada casual al dibujo pareció encadenar su atención. En un instante su cara enrojeció intensamente, y luego se quedó muy pálida. Durante algunos minutos, siempre sentado, siguió examinando con minuciosidad el dibujo. A la larga se levantó, cogió una vela de la mesa, y fue a sentarse sobre un arca de barco, en el rincón más alejado de la estancia. Allí se puso a examinar con ansiedad el papel, dándole vueltas en todos sentidos. No dijo nada, empero, y su actitud me dejó muy asombrado; pero juzgué prudente no exacerbar con ningún comentario su mal humor creciente. Luego sacó de su bolsillo una cartera, metió con cuidado en ella el papel, y lo depositó todo dentro de un escritorio, que cerró con llave. Recobró entonces la calma; pero su primer entusiasmo había desaparecido por completo. Aun así, parecía mucho más abstraído que malhumorado. A medida que avanzaba la tarde, se mostraba más absorto en un sueño, del que no lograron arrancarle ninguna de mis ocurrencias. Al principio había yo pensado pasar la noche en la cabaña, como hacía con frecuencia antes; pero. viendo a mi huésped en aquella actitud, juzgué más conveniente marcharme. No me instó a que me quedase; pero al partir, estrechó mi mano con más cordialidad que de costumbre.

Un mes o cosa así después de esto (y durante ese lapso de tiempo no volví a ver a Legrand), recibí la visita, en Charleston, de su criado Júpiter. No había yo visto nunca al viejo y buen negro tan decaído, y temí que le hubiera sucedido a mi amigo algún serio infortunio.

-Bueno, Júpiter-dije-. ¿Qué hay de nuevo? ¿Cómo está tu amo?

-¡Vaya! A decir verdad, massa, no está tan bien como debiera.

-¡Que no está bien! Siento de verdad la noticia. ¿De qué se queja?

-¡Ah, caramba! ¡Ahí está la cosa! No se queja nunca de nada; pero, de todas maneras, está muy malo.

-¡Muy malo, Júpiter! ¿Por qué no lo has dicho inmediatamente? ¿Está en la cama?

-No, no, no está en la cama. No está bien en ninguna parte, y ahí le aprieta el zapato. Tengo la cabeza trastornada con el pobre massa Will.

-Júpiter, quisiera comprender lo que me estás contando. Dices que tu amo está enfermo. ¿No te ha dicho qué tiene?

-Bueno, massa; es inútil romperse la cabeza pensando en eso. Massa Will dice que no tiene nada pero entonces ¿por qué va de un lado para otro, con la cabeza baja y la espalda curvada, mirando al suelo, más blanco que una oca? Y haciendo garrapatos todo el tiempo…

-¿Haciendo qué?

-Haciendo números con figuras sobre una pizarra; las figuras más raras que he visto nunca. Le digo que voy sintiendo miedo. Tengo que estar siempre con un ojo sobre él. El otro día se me escapó antes de amanecer y estuvo fuera todo el santo día. Habla yo cortado un buen palo para darle una tunda de las que duelen cuando volviese a comer; pero fui tan tonto, que no tuve valor, ¡parece tan desgraciado!

-¿Eh? ¿Cómo? ¡Ah, sí! Después de todo has hecho bien en no ser demasiado severo con el pobre muchacho. No hay que pegarle, Júpiter; no está bien, seguramente. Pero ¿no puedes formarte una idea de lo que ha ocasionado esa enfermedad o más bien ese cambio de conducta? ¿Le ha ocurrido algo desagradable desde que no le veo?

-No, massa, no ha ocurrido nada desagradable desde entonces, sino antes; sí, eso temo: el mismo día en que usted estuvo allí.

-¡Cómo! ¿Qué quiere decir?

-Pues… quiero hablar del escarabajo, y nada más.

-¿De qué?

-Del escarabajo… Estoy seguro de que massa Will ha sido picado en alguna parte de la cabeza por ese escarabajo de oro.

-¿Y qué motivos tienes tú, Júpiter, para hacer tal suposición?

-Tiene ese bicho demasiadas uñas para eso, y también boca. No he visto nunca un escarabajo tan endiablado; coge y pica todo lo que se le acerca. Massa Will le había cogido…, pero en seguida le soltó, se lo aseguro… Le digo a usted que entonces es, sin duda, cuando le ha picado. La cara y la boca de ese escarabajo no me gustan; por eso no he querido cogerlo con mis dedos; pero he buscado un trozo de papel para meterlo. Le envolví en un trozo de papel con otro pedacito en la boca; así lo hice.

-¿Y tú crees que tu amo ha sido picado realmente por el escarabajo, y que esa picadura le ha puesto enfermo?

-No lo creo, lo sé. ¿Por qué está siempre soñando con oro, sino porque le ha picado el escarabajo de oro? Ya he oído hablar de esos escarabajos de oro.

-Pero ¿cómo sabes que sueña con oro?

-¿Cómo lo sé? Porque habla de ello hasta durmiendo; por eso lo sé.

-Bueno, Júpiter; quizá tengas razón, pero ¿a qué feliz circunstancia debo hoy el honor de tu visita?

-¿Qué quiere usted decir, massa?

-¿Me traes algún mensaje de míster Legrand?

-No, massa; le traigo este papel.

Y Júpiter me entregó una esquela que decía lo siguiente:

«Querido amigo: ¿Por qué no le veo hace tanto tiempo? Espero que no cometerá usted la tontería de sentirse ofendido por aquella pequeña brusquedad mía; pero no, no es probable.

«Desde que le vi, siento un gran motivo de inquietud. Tengo algo que decirle; pero apenas sé cómo decírselo, o incluso no sé si se lo diré.

«No estoy del todo bien desde hace unos días, y el pobre viejo Júpiter me aburre de un modo insoportable con sus buenas intenciones y cuidados. ¿Lo creerá usted? El otro día había preparado un garrote para castigarme por haberme escapado y pasado el día solo en las colinas del continente. Creo de veras que sólo mi mala cara me salvó de la paliza.

«No he añadido nada a mi colección desde que no nos vemos.

«Si puede usted, sin gran inconveniente, venga con Júpiter. Venga. Deseo verle esta noche para un asunto de importancia. Le aseguro que es de la más alta importancia. Siempre suyo,

William Legrand.»

Había algo en el tono de esta carta que me produjo una gran inquietud. El estilo difería en absoluto del de Legrand. ¿Con qué podía él soñar? ¿Qué nueva chifladura dominaba su excitable mente? ¿Qué «asunto de la más alta importancia» podía él tener que resolver? El relato de Júpiter no presagiaba nada bueno. Temía yo que la continua opresión del infortunio hubiese a la larga trastornado por completo la razón de mi amigo. Sin un momento de vacilación, me dispuse a acompañar al negro.

Al llegar al fondeadero, vi una guadaña y tres azadas, todas evidentemente nuevas, que yacían en el fondo del barco donde íbamos a navegar.

-¿Qué significa todo esto, Jup?-pregunté.

-Es una guadaña, massa, y unas azadas.

-Ya lo veo; pero ¿qué hacen aquí?

-Massa Will me ha dicho que comprase eso para él en la ciudad, y lo he pagado muy caro; nos cuesta un dinero de mil demonios.

-Pero, en nombre de todos los misterios, ¿qué va a hacer tu «massa Will» con esa guadaña y esas azadas?

-No me pregunte más de lo que sé; que el diablo me lleve si lo sé yo tampoco. Pero todo eso es cosa del escarabajo.

Viendo que no podía obtener ninguna aclaración de Júpiter, cuya inteligencia entera parecía estar absorbida por el escarabajo, bajé al barco y desplegué la vela. Una agradable y fuerte brisa nos empujó rápidamente hasta la pequeña ensenada al norte del fuerte Moultrie, y un paseo de unas dos millas nos llevó hasta la cabaña. Serían alrededor de las tres de la tarde cuando llegamos. Legrand nos esperaba preso de viva impaciencia. Asió mi mano con nervioso empressement que me alarmó, aumentando mis sospechas nacientes. Su cara era de una palidez espectral, y sus ojos, muy hundidos, brillaban con un fulgor sobrenatural. Después de algunas preguntas sobre mi salud, quise saber, no ocurriéndoseme nada mejor que decir si el teniente G*** le había devuelto el escarabajo.

-¡Oh, sí!-replicó, poniéndose muy colorado-. Le recogí a la mañana siguiente. Por nada me separaría de ese escarabajo. ¿Sabe usted que Júpiter tiene toda la razón respecto a eso?

-¿En qué?-pregunté con un triste presentimiento en el corazón.

-En suponer que el escarabajo es verdaderamente de oro.

Dijo esto con un aire de profunda seriedad que me produjo una indecible desazón.

-Ese escarabajo hará mi fortuna-prosiguió él, con una sonrisa triunfal-al reintegrarme mis posesiones familiares. ¿Es de extrañar que yo lo aprecie tanto? Puesto que la Fortuna ha querido concederme esa dádiva, no tengo más que usarla adecuadamente, y llegaré hasta el oro del cual ella es indicio. ¡Júpiter, trae ese escarabajo!

-¡Cómo! ¡El escarabajo, massa! Prefiero no tener jaleos con el escarabajo; ya sabrá cogerlo usted mismo.

En este momento Legrand se levantó con un aire solemne e imponente, y fue a sacar el insecto de un fanal, dentro del cual le había dejado. Era un hermoso escarabajo desconocido en aquel tiempo por los naturalistas, y, por supuesto, de un gran valor desde un punto de vista científico. Ostentaba dos manchas negras en un extremo del dorso, y en el otro, una más alargada. El caparazón era notablemente duro y brillante, con un aspecto de oro bruñido. Tenía un peso notable, y, bien considerada la cosa, no podía yo censurar demasiado a Júpiter por su opinión respecto a él; pero érame imposible comprender que Legrand fuese de igual opinión.

-Le he enviado a buscar-dijo él, en un tono grandilocuente, cuando hube terminado mi examen del insecto-; le he enviado a buscar para pedirle consejo y ayuda en el cumplimiento de los designios del Destino y del escarabajo…

-Mi querido Legrand-interrumpí-, no está usted bien, sin duda, y haría mejor en tomar algunas precauciones. Váyase a la cama, y me quedaré con usted unos días, hasta que se restablezca. Tiene usted fiebre y…

-Tómeme usted el pulso-dijo él.

Se lo tomé, y, a decir verdad, no encontré el menor síntoma de fiebre.

-Pero puede estar enfermo sin tener fiebre. Permítame esta vez tan sólo que actúe de médico con usted. Y después…

-Se equivoca-interrumpió él-; estoy tan bien como puedo esperar estarlo con la excitación que sufro. Si realmente me quiere usted bien, aliviará esta excitación.

-¿Y qué debo hacer para eso?

-Es muy fácil. Júpiter y yo partimos a una expedición por las colinas, en el continente, y necesitamos para ella la ayuda de una persona en quien podamos confiar. Es usted esa persona única. Ya sea un éxito o un fracaso, la excitación que nota usted en mí se apaciguará igualmente con esa expedición.

-Deseo vivamente servirle a usted en lo que sea -repliqué-; pero ¿pretende usted decir que ese insecto infernal tiene alguna relación con su expedición a las colinas?

-La tiene.

-Entonces, Legrand, no puedo tomar parte en tan absurda empresa.

-Lo siento, lo siento mucho, pues tendremos que intentar hacerlo nosotros solos.

-¡Intentarlo ustedes solos! (¡Este hombre está loco, seguramente!) Pero veamos, ¿cuánto tiempo se propone usted estar ausente?

-Probablemente, toda la noche. Vamos a partir en seguida, y en cualquiera de los casos, estaremos de vuelta al salir el sol.

-¿Y me promete por su honor que, cuando ese capricho haya pasado y el asunto del escarabajo (¡Dios mío!) esté arreglado a su satisfacción, volverá usted a casa y seguirá con exactitud mis prescripciones como las de su médico?

-Sí, se lo prometo; y ahora, partamos, pues no tenemos tiempo que perder.

Acompañé a mi amigo, con el corazón apesadumbrado. A cosa de las cuatro nos pusimos en camino Legrand Júpiter, el perro y yo. Júpiter cogió la guadaña y las azadas. Insistió en cargar con todo ello, más bien, me pareció, por temor a dejar una de aquellas herramientas en manos de su amo que por un exceso de celo o de complacencia. Mostraba un humor de perros, y estas palabras, «condenado escarabajo», fueron las únicas que se escaparon de sus labios durante el viaje. Por mi parte estaba encargado de un par de linternas, mientras Legrand se había contentado con el escarabajo, que llevaba atado al extremo de un trozo de cuerda; lo hacía girar de un lado para otro, con un aire de nigromante, mientras caminaba. Cuando observaba yo aquel último y supremo síntoma del trastorno mental de mi amigo, no podía apenas contener las lágrimas. Pensé, no obstante, que era preferible acceder a su fantasía, al menos por el momento, o hasta que pudiese yo adoptar algunas medidas más enérgicas con una probabilidad de éxito. Entre tanto, intenté, aunque en vano, sondearle respecto al objeto de la expedición. Habiendo conseguido inducirme a que le acompañase, parecía mal dispuesto a entablar conversación sobre un tema de tan poca importancia, y a todas mis preguntas no les concedía otra respuesta que un «Ya veremos».

Atravesamos en una barca la ensenada en la punta de la isla, y trepando por los altos terrenos de la orilla del continente, seguimos la dirección Noroeste, a través de una región sumamente salvaje y desolada, en la que no se veía rastro de un pie humano. Legrand avanzaba con decisión, deteniéndose solamente algunos instantes, aquí y allá, para consultar ciertas señales que debía de haber dejado él mismo en una ocasión anterior.

Caminamos así cerca de dos horas, e iba a ponerse el sol, cuando entramos en una región infinitamente más triste que todo lo que habíamos visto antes. Era una especie de meseta cerca de la cumbre de una colina casi inaccesible, cubierta de espesa arboleda desde la base a la cima, y sembrada de enormes bloques de piedra que parecían esparcidos en mezcolanza sobre el suelo, y muchos de los cuales se hubieran precipitado a los valles inferiores sin la contención de los árboles en que se apoyaban. Profundos barrancos, que se abrían en varias direcciones, daban un aspecto de solemnidad más lúgubre al paisaje.

La plataforma natural sobre la cual habíamos trepado estaba tan repleta de zarzas, que nos dimos cuenta muy pronto de que sin la guadaña nos hubiera sido imposible abrirnos paso. Júpiter, por orden de su amo, se dedicó a despejar el camino hasta el pie de un enorme tulípero que se alzaba, entre ocho o diez robles, sobre la plataforma, y que los sobrepasaba a todos, así como a los árboles que había yo visto hasta entonces, por la belleza de su follaje y forma, por la inmensa expansión de su ramaje y por la majestad general de su aspecto. Cuando hubimos llegado a aquel árbol. Legrand se volvió hacia Júpiter y le preguntó si se creía capaz de trepar por él. El viejo pareció un tanto azarado por la pregunta, y durante unos momentos no respondió. Por último, se acercó al enorme tronco, dió la vuelta a su alrededor y lo examinó con minuciosa atención. Cuando hubo terminado su examen, dijo simplemente:

-Sí, massa: Jup no ha encontrado en su vida árbol al que no pueda trepar.

-Entonces, sube lo más de prisa posible, pues pronto habrá demasiada oscuridad para ver lo que hacemos.

-¿Hasta dónde debo subir, massa?-preguntó Júpiter.

-Sube primero por el tronco, y entonces te diré qué camino debes seguir… ¡Ah, detente ahí! Lleva contigo este escarabajo.

-¡El escarabajo, massa Will, el escarabajo de oro!-gritó el negro, retrocediendo con terror-. ¿Por qué debo llevar ese escarabajo conmigo sobre el árbol? ¡Que me condene si lo hago!

-Si tienes miedo, Jup, tú, un negro grande y fuerte como pareces a tocar un pequeño insecto muerto e inofensivo, puedes llevarle con esta cuerda; pero si no quieres cogerle de ningún modo, me veré en la necesidad de abrirte la cabeza con esta azada.

-¿Qué le pasa ahora massa?-dijo Jup, avergonzado, sin duda, y más complaciente-. Siempre ha de tomarla con su viejo negro. Era sólo una broma y nada más. ¡Tener yo miedo al escarabajo! ¡Pues sí que me preocupa a mí el escarabajo.

Cogió con precaución la punta de la cuerda, y, manteniendo al insecto tan lejos de su persona como las circunstancias lo permitían, se dispuso a subir al árbol

II

En su juventud, el tulípero o Liriodendron Tutipiferum, el más magnífico de los árboles selváticos americanos tiene un tronco liso en particular y se eleva con frecuencia a gran altura, sin producir ramas laterales; pero cuando llega a su madurez, la corteza se vuelve rugosa y desigual, mientras pequeños rudimentos de ramas aparecen en gran número sobre el tronco. Por eso la dificultad de la ascensión, en el caso presente, lo era mucho más en apariencia que en la realidad. Abrazando lo mejor que podía el enorme cilindro con sus brazos y sus rodillas asiendo con las manos algunos brotes y apoyando sus pies descalzos sobre los otros, Júpiter, después de haber estado a punto de caer una o dos veces se izó al final hasta la primera gran bifurcación y pareció entonces considerar el asunto como virtualmente realizado. En efecto, el riesgo de la empresa había ahora desaparecido, aunque el escalador estuviese a unos sesenta o setenta pies de la tierra.

-¿Hacia qué lado debo ir ahora, massa Will?-preguntó él.

-Sigue siempre la rama más ancha, la de ese lado-dijo Legrand.

El negro obedeció con prontitud, y en apariencia, sin la menor inquietud; subió, subió cada vez más alto, hasta que desapareció su figura encogida entre el espeso follaje que la envolvía. Entonces se dejó oír su voz lejana gritando:

-¿Debo subir mucho todavía?

-¿A qué altura estás?-preguntó Legrand.

-Estoy tan alto-replicó el negro-, que puedo ver el cielo a través de la copa del árbol.

-No te preocupes del cielo, pero atiende a lo que te digo. Mira hacia abajo el tronco y cuenta las ramas que hay debajo de ti por ese lado. ¿Cuántas ramas has pasado?

-Una, dos, tres, cuatro, cinco. He pasado cinco ramas por ese lado, massa.

-Entonces sube una rama más.

Al cabo de unos minutos la voz de oyó de nuevo, anunciando que había alcanzado la séptima rama.

-Ahora, Jup-gritó Legrand, con una gran agitación-, quiero que te abras camino sobre esa rama hasta donde puedas. Si ves algo extraño, me lo dices.

Desde aquel momento las pocas dudas que podía haber tenido sobre la demencia de mi pobre amigo se disiparon por completo. No me quedaba otra alternativa que considerarle como atacado de locura, me sentí seriamente preocupado con la manera de hacerle volver a casa. Mientras reflexionaba sobre que sería preferible hacer, volvió a oírse la voz de Júpiter.

-Tengo miedo de avanzar más lejos por esa rama: es una rama muerta en casi toda su extensión.

-¿Dices que es una rama muerta Júpiter?-gritó Legrand con voz trémula.

-Sí, massa, muerta como un clavo de puerta, eso es cosa sabida; no tiene ni pizca de vida.

-¿Qué debo hacer, en nombre del Cielo?.-preguntó Legrand, que parecía sumido en una gran desesperación.

-¿Qué debe hacer?-dije, satisfecho de que aquella oportunidad me permitiese colocar una palabra-; Volver a casa y meterse en la cama. ¡Vámonos ya! Sea usted amable, compañero. Se hace tarde; y además, acuérdese de su promesa.

-¡Júpiter!-gritó él, sin escucharme en absoluto-, ¿me oyes?

-Sí, massa Will, le oigo perfectamente.

-Entonces tantea bien con tu cuchillo, y dime si crees que está muy podrida.

-Podrida, massa, podrida, sin duda-replicó el negro después de unos momentos-; pero no tan podrida como cabría creer. Podría avanzar un poco más, si estuviese yo solo sobre la rama, eso es verdad.

-¡Si estuvieras tú solo! ¿Qué quieres decir?

-Hablo del escarabajo. Es muy pesado el tal escarabajo. Supongo que, si lo dejase caer, la rama soportaría bien, sin romperse, el peso de un negro.

-¡Maldito bribón!-gritó Legrand, que parecía muy reanimado-. ¿Qué tonterías estas diciendo? Si dejas caer el insecto, te retuerzo el pescuezo. Mira hacia aquí, Júpiter, ¿me oyes?

-Sí, massa; no hay que tratar así a un pobre negro.

-Está bien, escúchame ahora. Si te arriesgas sobre la rama todo lo lejos que puedas hacerlo sin peligro y sin soltar el insecto, te regalare un dólar de plata tan pronto como hayas bajado.

-Ya voy, massa Will, Ya voy allá-replicó el negro con prontitud-. Estoy al final ahora.

-¡Al final! -Chillo Legrand, muy animado-. ¿Quieres decir que estas al final de esa rama?

-Estaré muy pronto al final, massa… ¡Ooooh! ¡Dios mío, misericordia! ¿Que es eso que hay sobre el árbol?

-¡Bien! -Gritó Legrand muy contento-, ¿qué es eso?

-Pues sólo una calavera; alguien dejó su cabeza sobre el árbol, y los cuervos han picoteado toda la carne.

-Una calavera, dices! Muy bien… ¿Cómo está atada a la rama? ¿Qué la sostiene?

-Seguramente, se sostiene bien; pero tendré que ver. ¡Ah! Es una cosa curiosa, palabra…, hay una clavo grueso clavado en esta calavera, que la retiene al árbol.

-Bueno; ahora, Júpiter, haz exactamente lo que voy a decirte. ¿Me oyes?

-Sí, massa.

-Fíjate bien, y luego busca el ojo izquierdo de la calavera.

-¡Hum! ¡Oh, esto sí que es bueno! No tiene ojo izquierdo ni por asomo.

-¡Maldita sea tu estupidez ! ¿Sabes distinguir bien tu mano izquierda de tu mano derecha?

-Sí que lo sé, lo sé muy bien; mi mano izquierda es con la que parto la leña.

-Seguramente, pues eres zurdo. Y tu ojo izquierdo está del mismo lado de tu mano izquierda. Ahora supongo que podrás encontrar el ojo izquierdo de la calavera, o el sitio donde estaba ese ojo. ¿Lo has encontrado?

Hubo una larga pausa. Y finalmente, el negro preguntó:

-¿El ojo izquierdo de la calavera está del mismo lado que la mano izquierda del cráneo también?… Porque la calavera no tiene mano alguna… ¡No importa! Ahora he encontrado el ojo izquierdo, ¡aquí está el ojo izquierdo! ¿Qué debo hacer ahora?

-Deja pasar por él el escarabajo, tan lejos como pueda llegar la cuerda; pero ten cuidado de no soltar la punta de la cuerda.

-Ya está hecho todo, massa Will; era cosa fácil hacer pasar el escarabajo por el agujero… Mírelo cómo baja.

Durante este coloquio, no podía verse ni la menor parte de Júpiter; pero el insecto que él dejaba caer aparecía ahora visible al extremo de la cuerda y brillaba, como una bola de oro bruñido a los últimos rayos del sol poniente, algunos de los cuales iluminaban todavía un poco la eminencia sobre la que estábamos colocados. El escarabajo, al descender, sobresalía visiblemente de las ramas, y si el negro le hubiese soltado, habría caído a nuestros pies. Legrand cogió en seguida la guadaña y despejó un espacio circular, de tres o cuatro yardas de diámetro, justo debajo del insecto. Una vez hecho esto, ordenó a Júpiter que soltase la cuerda y que bajase del árbol.

Con gran cuidado clavó mi amigo una estaca en la tierra sobre el lugar preciso donde había caído el insecto, y luego sacó de su bolsillo una cinta para medir. La ató por una punta al sitio del árbol que estaba más próximo a la estaca, la desenrolló hasta ésta y siguió desenrollándola en la dirección señalada por aquellos dos puntos -la estaca y el tronco-hasta una distancia de cincuenta pies; Júpiter limpiaba de zarzas el camino con la guadaña. En el sitio así encontrado clavó una segunda estaca, y, tomándola como centro, describió un tosco círculo de unos cuatro pies de diámetro, aproximadamente. Cogió entonces una de las azadas, dió la otra a Júpiter y la otra a mí, y nos pidió que cavásemos lo más de prisa posible.

A decir verdad, yo no había sentido nunca un especial agrado con semejante diversión, y en aquel momento preciso renunciaría a ella, pues la noche avanzaba, y me sentía muy fatigado con el ejercicio que hube de hacer; pero no veía modo alguno de escapar de aquello, y temía perturbar la ecuanimidad de mi pobre amigo con una negativa. De haber podido contar efectivamente con la ayuda de Júpiter no hubiese yo vacilado en llevar a la fuerza al lunático a su casa; pero conocía demasiado bien el carácter del viejo negro para esperar su ayuda en cualquier circunstancia, y más en el caso de una lucha personal con su amo. No dudaba yo que Legrand estaba contaminado por alguna de las innumerables supersticiones del Sur referentes a los tesoros escondidos, y que aquella fantasía hubiera sido confirmada por el hallazgo del escarabajo, o quizá por la obstinación de Júpiter en sostener que era un «escarabajo de oro de verdad». Una mentalidad predispuesta a la locura podía dejarse arrastrar por tales sugestiones, sobre todo si concordaban con sus ideas favoritas preconcebidas; y entonces recordé el discurso del Pobre muchacho referente al insecto que iba a ser »el indicio de su fortuna». Por encima de todo ello me sentía enojado y perplejo; pero al final decidí hacer ley de la necesidad y cavar con buena voluntad para convencer lo antes posible al visionario con una prueba ocular, de la falacia de las opiniones que el mantenía.

Encendimos las linternas y nos entregamos a nuestra tarea con un celo digno de una causa más racional; y como la luz caía sobre nuestras personas y herramientas, no pude impedirme pensar en el grupo pintoresco que formábamos, y en que si algún intruso hubiese aparecido, por casualidad, en medio de nosotros, habría creído que realizábamos una labor muy extraña y sospechosa.

Cavamos con firmeza durante dos horas. Oíanse pocas palabras, y nuestra molestia principal la causaban los ladridos del perro, que sentía un interés excesivo por nuestros trabajos. A la larga se puso tan alborotado, que temimos diese la alarma a algunos merodeadores de las cercanías, o más bien era el gran temor de Legrand, pues, por mi parte, me habría regocijado cualquier interrupción que me hubiera permitido hacer volver al vagabundo a su casa. Finalmente, fue acallado el alboroto por Júpiter, quien, lanzándose fuera del hoyo con un aire resuelto y furioso embozaló el hocico del animal con uno de sus tirantes y luego volvió a su tarea con una risita ahogada.

Cuando expiró el tiempo mencionado, el hoyo había alcanzado una profundidad de cinco pies. y aun así, no aparecía el menor indicio de tesoro. Hicimos una pausa general, y empecé a tener la esperanza de que la farsa tocaba a su fin. Legrand, sin embargo, aunque a todas luces muy desconcertado, se enjugó la frente con aire pensativo y volvió a empezar. Habíamos cavado el círculo entero de cuatro pies de diámetro, y ahora superamos un poco aquel límite y cavamos dos pies más. No apareció nada. El buscador de oro, por el que sentía yo una sincera compasión, saltó del hoyo al cabo, con la más amarga desilusión grabada en su cara, y se decidió, lenta y pesarosamente, a ponerse la chaqueta, que se había quitado al empezar su labor. En cuanto a mí, me guardé de hacer ninguna observación. Júpiter a una señal de su mano, comenzó a recoger las herramientas. Hecho esto, y una vez quitado el bozal al perro volvimos en un profundo silencio hacia la casa.

Habríamos dado acaso una docena de pasos, cuando, con un tremendo juramento, Legrand se arrojó sobre Júpiter y le agarró del cuello. El negro, atónito abrió los ojos y la boca en todo su tamaño, soltó las azadas y cayó de rodillas.

-¡Maldito tunante!-dijo Legrand, haciendo silbar las sílabas entre sus labios apretados-, ¡un malvado negro! ¡Habla, te digo! ¡Contéstame al instante y sin mentir! ¿Cuál es…, cuál es tu ojo izquierdo?

-¡Oh, misericordia, massa Will! ¿No es, seguramente, éste mi ojo izquierdo?-rugió, aterrorizado, Júpiter, poniendo su mano sobre el órgano derecho de su visión, y manteniéndola allí con la tenacidad de la desesperación, como si temiese que su amo fuese a arrancárselo.

-¡Lo sospechaba! ¡Lo sabía! ¡Hurra!-vociferó Legrand, soltando al negro y dando una serie de corvetas y cabriolas, ante el gran asombro de su criado, quien, alzándose sobre sus rodillas, miraba en silencio a su amo y a mí, a mí y a su amo.

-¡Vamos! Debemos volver-dijo éste- No está aún perdida la partida-y se encaminó de nuevo hacia el tulípero.

-Júpiter-dijo, cuando llegamos al píe del árbol-, ¡ven aquí! ¿Estaba la calavera clavada a la rama con la cara vuelta hacia fuera, o hacia la rama?

-La cara estaba vuelta hacia afuera, massa, así es que los cuervos han podido comerse muy bien los ojos, sin la menor dificultad.

-Bueno, entonces, ¿has dejado caer el insecto por este ojo o por este otro?-y Legrand tocaba alternativamente los ojos de Júpiter.

-Por este ojo, massa, por el ojo izquierdo, exactamente como usted me dijo.

Y el negro volvió a señalar su ojo derecho.

Entonces mi amigo, en cuya locura veía yo, o me imaginaba ver, ciertos indicios de método, trasladó la estaca que marcaba el sitio donde había caído el insecto, unas tres pulgadas hacia el oeste de su primera posición. Colocando ahora la cinta de medir desde el punto más cercano del tronco hasta la estaca, como antes hiciera, y extendiéndola en línea recta a una distancia de cincuenta pies, donde señalaba la estaca, la alejó varias yardas del sitio donde habíamos estado cavando.

Alrededor del nuevo punto trazó ahora un círculo, un poco más ancho que el primero, y volvimos a manejar la azada. Estaba yo atrozmente cansado; pero, sin darme cuenta de lo que había ocasionado aquel cambio en mi pensamiento, no sentía ya gran aversión por aquel trabajo impuesto. Me interesaba de un modo inexplicable; más aún, me excitaba. Tal vez había en todo el extravagante comportamiento de Legrand cierto aire de presciencia, de deliberación, que me impresionaba. Cavaba con ardor, y de cuando en cuando me sorprendía buscando, por decirlo así, con los ojos movidos de un sentimiento que se parecía mucho a la espera, aquel tesoro imaginario, cuya visión había trastornado a mi infortunado compañero. En uno de esos momentos en que tales fantasías mentales se habían apoderado más a fondo de mí, y cuando llevábamos trabajando quizá una hora y media, fuimos de nuevo interrumpidos por los violentos ladridos del perro. Su inquietud, en el primer caso, era, sin duda, el resultado de un retozo o de un capricho; pero ahora asumía un tono más áspero y más serio. Cuando Júpiter se esforzaba por volver a ponerle un bozal, ofreció el animal una furiosa resistencia, y, saltando dentro del hoyo, se puso a cavar, frenético, con sus uñas. En unos segundos había dejado al descubierto una masa de osamentas humanas, formando dos esqueletos íntegros, mezclados con varios botones de metal y con algo que nos pareció ser lana podrida y polvorienta. Uno o dos azadonazos hicieron saltar la hoja de un ancho cuchillo español, y al cavar más surgieron a la luz tres o cuatro monedas de oro y de plata.

Al ver aquello, Júpiter no pudo apenas contener su alegría; pero la cara de su amo expresó una extraordinaria desilusión. Nos rogó, con todo, que continuásemos nuestros esfuerzos, y apenas había dicho aquellas palabras, tropecé y caí hacia adelante, al engancharse la punta de mi bota en una ancha argolla de hierro que yacía medio enterrada en la tierra blanda.

Nos pusimos a trabajar ahora con gran diligencia, y nunca he pasado diez minutos de más intensa excitación. Durante este intervalo desenterramos por completo un cofre oblongo de madera que, por su perfecta conservación y asombrosa dureza, había sido sometida a algún procedimiento de mineralización, acaso por obra del bicloruro de mercurio. Dicho cofre tenía tres pies y medio de largo, tres de ancho y dos y medio de profundidad. Estaba asegurado con firmeza por unos flejes de hierro forjado, remachados, y que formaban alrededor de una especie de enrejado. De cada lado del cofre, cerca de la tapa había tres argollas de hierro-seis en total-, por medio de las cuales, seis personas podían asirla Nuestros esfuerzos unidos sólo consiguieron moverlo ligeramente de su lecho. Vimos en seguida la imposibilidad de transportar un peso tan grande. Por fortuna, la tapa estaba sólo asegurada con dos tornillos movibles. Los sacamos, trémulos y palpitantes de ansiedad. En un instante, un tesoro de incalculable valor apareció refulgente ante nosotros. Los rayos de las linternas caían en el hoyo, haciendo brotar de un montón confuso de oro y de joyas destellos y brillos que cegaban del todo nuestros ojos.

No intentaré describir los sentimientos con que contemplaba aquello. El asombro, naturalmente, predominaba sobre los demás. Legrand parecía exhausto por la excitación, y no profirió más que algunas palabras. En cuanto a Júpiter, su rostro durante unos minutos adquirió la máxima palidez que puede tomar la cara de un negro en tales circunstancias. Parecía estupefacto, fulminado. Pronto cayó de rodillas en el hoyo, y hundiendo sus brazos hasta el codo en el oro, los dejó allí, como si gozase del placer de un baño. A las postre exclamó con un hondo suspiro, como en un monólogo:

-¡Y todo esto viene del escarabajo de oro! ¡Del pobre escarabajito, al que yo insultaba y calumniaba! ¿No te avergüenzas de ti mismo, negro? ¡Anda, contéstame!

Fué menester, por último, que despertase a ambos, al amo y al criado, ante la conveniencia de transportar el tesoro. Se hacía tarde y teníamos que desplegar cierta actividad, si queríamos que todo estuviese en seguridad antes del amanecer. No sabíamos qué determinación tomar, y perdimos mucho tiempo en deliberaciones de lo trastornadas que teníamos nuestras ideas. Por último, aligeramos de peso al cofre quitando las dos terceras partes de su contenido, y pudimos, en fin, no sin dificultad. sacarlo del hoyo. Los objetos que habíamos extraído fueron depositados entre las zarzas, bajo la custodia del perro, al que Júpiter ordenó que no se moviera de su puesto bajo ningún pretexto, y que no abriera la boca hasta nuestro regreso. Entonces nos pusimos presurosamente en camino con el cofre; llegamos sin accidente a la cabaña, aunque después de tremendas penalidades y a la una de la madrugada. Rendidos como estábamos, no hubiese habido naturaleza humana capaz de reanudar la tarea acto seguido. Permanecimos descansando hasta las dos; luego cenamos, y en seguida partimos hacia las colinas, provistos de tres grandes sacos que, por una suerte feliz, habíamos encontrado antes. Llegamos al filo de las cuatro a la fosa, nos repartimos el botín, con la mayor igualdad posible y dejando el hoyo sin tapar, volvimos hacia la cabaña, en la que depositamos por segunda vez nuestra carga de oro, a tiempo que los primeros débiles rayos del alba aparecían por encima de las copas de los árboles hacia el Este.

III

Estábamos completamente destrozados, pero la intensa excitación de aquel momento nos impidió todo reposo. Después de un agitado sueño de tres o cuatro horas de duración, nos levantamos, como si estuviéramos de acuerdo, para efectuar el examen de nuestro tesoro.

El cofre había sido llenado hasta los bordes, y empleamos el día entero y gran parte de la noche siguiente en escudriñar su contenido. No mostraba ningún orden o arreglo. Todo había sido amontonado allí, en confusión. Habiéndolo clasificado cuidadosamente, nos encontramos en posesión de una fortuna que superaba todo cuanto habíamos supuesto. En monedas había más de cuatrocientos cincuenta mil dólares, estimando el valor de las piezas con tanta exactitud como pudimos, por las tablas de cotización de la época. No había allí una sola partícula de plata. Todo era oro de una fecha muy antigua y de una gran variedad: monedas francesas, españolas y alemanas, con algunas guineas inglesas y varios discos de los que no habíamos visto antes ejemplar alguno. Había varias monedas muy grandes y pesadas pero tan desgastadas, que nos fue imposible descifrar sus inscripciones. No se encontraba allí ninguna americana. La valoración de las joyas presentó muchas más dificultades. Había diamantes, algunos de ellos muy finos y voluminosos, en total ciento diez, y ninguno pequeño; dieciocho rubíes de un notable brillo, trescientas diez esmeraldas hermosísimas, veintiún zafiros y un ópalo. Todas aquellas piedras habían sido arrancadas de sus monturas y arrojadas en revoltijo al interior del cofre. En cuanto a las monturas mismas, que clasificamos aparte del otro oro, parecían haber sido machacadas a martillazos para evitar cualquier identificación. Además de todo lo indicado, había una gran cantidad de adornos de oro macizo: cerca de doscientas sortijas y pendientes, de extraordinario grosor; ricas cadenas, en número de treinta, si no recuerdo mal; noventa y tres grandes y pesados crucifijos; cinco incensarios de oro de gran valía; una prodigiosa ponchera de oro, adornada con hojas de parra muy bien engastadas, y con figuras de bacantes; dos empuñaduras de espada exquisitamente repujadas, y otros muchos objetos más pequeños que no puedo recordar. El peso de todo ello excedía de las trescientas cincuenta libras avoirdupois, y en esta valoración no he incluido ciento noventa y siete relojes de oro soberbios, tres de los cuales valdrían cada uno quinientos dólares. Muchos eran viejísimos y desprovistos de valor como tales relojes: sus maquinarias habían sufrido más o menos de la corrosión de la tierra; pero todos estaban ricamente adornados con pedrerías, y las cajas eran de gran precio. Valoramos aquella noche el contenido total del cofre en un millón y medio de dólares, y cuando más tarde dispusimos de los dijes y joyas (quedándonos con algunos para nuestro uso personal), nos encontramos con que habíamos hecho una tasación muy por debajo del tesoro.

Cuando terminamos nuestro examen, y al propio tiempo se calmó un tanto aquella intensa excitación, Legrand, que me veía consumido de impaciencia por conocer la solución de aquel extraordinario enigma, entró a pleno detalle en las circunstancias relacionadas con él.

-Recordará usted-dijo-la noche en que le mostré el tosco bosquejo que había hecho del escarabajo. Recordará también que me molestó mucho el que insistiese en que mi dibujo se parecía a una calavera. Cuando hizo usted por primera vez su afirmación, creí que bromeaba; pero después pensé en las manchas especiales sobre el dorso del insecto, y reconocí en mi interior que su observación tenía en realidad, cierta ligera base. A pesar de todo, me irritó su burla respecto a mis facultades gráficas, pues estoy considerado como un buen artista, y por eso, cuando me tendió usted el trozo de pergamino, estuve a punto de estrujarlo y de arrojarlo, enojado, al fuego.

-Se refiere usted al trozo de papel-dije.

-No; aquello tenía el aspecto de papel, y al principio yo mismo supuse que lo era; pero, cuando quise dibujar sobre él, descubrí en seguida que era un trozo de pergamino muy viejo. Estaba todo sucio, como recordará. Bueno; cuando me disponía a estrujarlo, mis ojos cayeron sobre el esbozo que usted había examinado, y ya puede imaginarse mi asombro al percibir realmente la figura de una calavera en el sitio mismo donde había yo creído dibujar el insecto. Durante un momento me sentí demasiado atónito para pensar con sensatez. Sabía que mi esbozo era muy diferente en detalle de éste, aunque existiese cierta semejanza en el contorno general.

Cogí en seguida una vela y, sentándome al otro extremo de la habitación, me dediqué a un examen minucioso del pergamino. Dándole vueltas, Vi mi propio bosquejo sobre el reverso, ni más ni menos que como lo había hecho. Mi primera impresión fue entonces de simple sorpresa ante la notable semejanza efectiva del contorno; y resulta una coincidencia singular el hecho de aquella imagen, desconocida para mí, que ocupaba el otro lado del pergamino debajo mismo de mi dibujo del escarabajo, y de la calavera aquella que se parecía con tanta exactitud a dicho dibujo no sólo en el contorno, sino en el tamaño. Digo que la singularidad de aquella coincidencia me dejó pasmado durante un momento. Es éste el efecto habitual de tales coincidencias. La mente se esfuerza por establecer una relación-una ilación de causa y efecto-, y siendo incapaz de conseguirlo, sufrí una especie de parálisis pasajera. Pero cuando me recobré de aquel estupor, sentí surgir en mí poco a poco una convicción que me sobrecogió más aún que aquella coincidencia. Comencé a recordar de una manera clara y positiva que no había ningún dibujo sobre el pergamino cuando hice mi esbozo del escarabajo. Tuve la absoluta certeza de ello, pues me acordé de haberle dado vueltas a un lado y a otro buscando el sitio más limpio… Si la calavera hubiera estado allí, la habría yo visto, por supuesto. Existía allí un misterio que me sentía incapaz de explicar; pero desde aquel mismo momento me pareció ver brillar débilmente, en las más remotas y secretas cavidades de mi entendimiento, una especie de luciérnaga de la verdad de la cual nos había aportado la aventura de la última noche una prueba tan magnífica. Me levanté al punto, y guardando con cuidado el pergamino dejé toda reflexión ulterior para cuando pudiese estar solo.

En cuanto se marchó usted, y Júpiter estuvo profundamente dormido, me dediqué a un examen más metódico de la cuestión. En primer lugar, quise comprender de qué modo aquel pergamino estaba en mi poder. El sitio en que descubrimos el escarabajo se hallaba en la costa del continente, a una milla aproximada al este de la isla, pero a corta distancia sobre el nivel de la marea alta. Cuando le cogí, me pico con fuerza, haciendo que le soltase. Júpiter con su acostumbrada prudencia, antes de agarrar el insecto, que había volado hacia él, buscó a su alrededor una hoja o algo parecido con que apresarlo. En ese momento sus ojos, y también los míos, cayeron sobre el trozo de pergamino que supuse era un papel. Estaba medio sepultado en la arena, asomando una parte de él. Cerca del sitio donde lo encontramos vi los restos del casco de un gran barco, según me pareció. Aquellos restos de un naufragio debían de estar allí desde hacía mucho tiempo, pues apenas podía distinguirse su semejanza con la armazón de un barco.

Júpiter recogió, pues, el pergamino, envolvió en él al insecto y me lo entregó. Poco después volvimos a casa y encontramos al teniente G***. Le enseñé el ejemplar y me rogó que le permitiese llevárselo al fuerte. Accedí a ello y se lo metió en el bolsillo de su chaleco sin el pergamino en que iba envuelto y que había conservado en la mano durante su examen. Quizá temió que cambiase de opinión y prefirió asegurar en seguida su presa; ya sabe usted que es un entusiasta de todo cuanto se relaciona con la historia natural. En aquel momento, sin darme cuenta de ello, debí de guardarme el pergamino en el bolsillo.

Recordará usted que cuando me senté ante la mesa a fin de hacer un bosquejo del insecto no encontré papel donde habitualmente se guarda. Miré en el cajón, y no lo encontré allí. Rebusqué mis bolsillos, esperando hallar en ellos alguna carta antigua, cuando mis dedos tocaron el pergamino. Le detallo a usted de un modo exacto cómo cayó en mi poder, pues las circunstancias me impresionaron con una fuerza especial.

Sin duda alguna, usted me creyó un soñador; pero yo había establecido ya una especie de conexión. Acababa de unir dos eslabones de una gran cadena. Allí había un barco que naufragó en la costa, y no lejos de aquel barco, un pergamino-no un papel-con una calavera pintada sobre él. Va usted, naturalmente, a preguntarme: ¿dónde está la relación? Le responderé que la calavera es el emblema muy conocido de los piratas. Llevan izado el pabellón con la calavera en todos sus combates.

Como le digo, era un trozo de pergamino, y no de papel. El pergamino es de una materia duradera casi indestructible. Rara vez se consignan sobre uno cuestiones de poca monta, ya que se adapta mucho peor que el papel a las simples necesidades del dibujo o de la escritura. Esta reflexión me indujo a pensar en algún significado, en algo que tenía relación con la calavera. No dejé tampoco de observar la forma del pergamino. Aunque una de las esquinas aparecía rota por algún accidente, podía verse bien que la forma original era oblonga. Se trataba precisamente de una de esas tiras que se escogen como memorándum, para apuntar algo que desea uno conservar largo tiempo y con cuidado.

-Pero-le interrumpí-dice usted que la calavera no estaba sobre el pergamino cuando dibujó el insecto. ¿Cómo, entonces, establece una relación entre el barco y la calavera, puesto que esta última, según su propio aserto, debe de haber sido dibujada (Dios únicamente sabe cómo y por quién) en algún período posterior a su apunte del escarabajo?

-¡Ah! Sobre eso gira todo el misterio, aunque he tenido, en comparación, poca dificultad en resolver ese extremo del secreto. Mi marcha era segura y no podía conducirme más que a un solo resultado. Razoné así, por ejemplo: al dibujar el escarabajo, no aparecía la calavera sobre el pergamino. Cuando terminé el dibujo, se lo di a usted y le observé con fijeza hasta que me lo devolvió. No era usted, por tanto, quien había dibujado la calavera, ni estaba allí presente nadie que hubiese podido hacerlo. No había sido, pues, realizado por un medio humano. Y, sin embargo, allí estaba.

En este momento de mis reflexiones, me dediqué a recordar, y recordé, en efecto, con entera exactitud, cada incidente ocurrido en el intervalo en cuestión. La temperatura era fría (¡oh raro y feliz accidente!) y el fuego llameaba en la chimenea. Había yo entrado en calor con el ejercicio y me senté junto a la mesa. Usted, empero, tenía vuelta su silla, muy cerca de la chimenea. En el momento justo de dejar el pergamino en su mano, y cuando iba usted a examinarlo, Wolf, el terranova. entró y saltó hacia sus hombros. Con su mano izquierda usted le acariciaba, intentando apartarle, cogido el pergamino con la derecha, entre sus rodillas y cerca del fuego. Hubo un instante en que creí que la llama iba a alcanzarlo, y me disponía a decírselo; pero antes de que hubiese yo hablado la retiró usted y se dedicó a examinarlo. Cuando hube considerado todos estos detalles, no dudé ni un segundo que aquel calor había sido el agente que hizo surgir a la luz sobre el pergamino la calavera cuyo contorno veía señalarse allí. Ya sabe que hay y ha habido en todo tiempo preparaciones químicas por medio de las cuales es posible escribir sobre papel o sobre vitela caracteres que así no resultan visibles hasta que son sometidos a la acción del fuego. Se emplea algunas veces el zafre [*Óxido de cobalto (N. del T.)], digerido en agua regia [*Mezcla de ácido nítrico, clorhídrico.(N. del T.)]y diluido en cuatro veces su peso de agua; de ello se origina un tono verde. El régulo de cobalto, disuelto en espíritu de nitro, da el rojo. Estos colores desaparecen a intervalos más o menos largos, después que la materia sobre la cual se ha escrito se enfría, pero reaparecen a una nueva aplicación de calor.

Examiné entonces la calavera con toda meticulosidad. Los contornos-los más próximos al borde del pergamino-resultaban mucho más claros que los otros. Era evidente que la acción del calor había sido imperfecta o desigual. Encendí inmediatamente el fuego y sometí cada parte del pergamino al calor ardiente. Al principio no tuvo aquello más efecto que reforzar las líneas débiles de la calavera; pero, perseverando en el ensayo, se hizo visible, en la esquina de la tira diagonalmente opuesta al sitio donde estaba trazada la calavera, una figura que supuse de primera intención era la de una cabra. Un examen más atento, no obstante, me convenció de que habían intentado representar un cabritillo.

-¡Ja, ja!-exclamé-. No tengo, sin duda, derecho a burlarme de usted (un millón y medio de dólares es algo muy serio para tomarlo a broma). Pero no irá a establecer un tercer eslabón en su cadena; no querrá encontrar ninguna relación especial entre sus piratas y una cabra; los piratas, como sabe, no tienen nada que ver con las cabras; eso es cosa de los granjeros.

-Pero si acabo de decirle que la figura no era la de una cabra.

-Bueno; la de un cabritillo, entonces; viene a ser casi lo mismo.

-Casi, pero no del todo-dijo Legrand-. Debe usted de haber oído hablar de un tal capitán Kidd [* Cabrito, en inglés]. Consideré en seguida la figura de ese animal como una especie de firma logogrífica o jeroglífica. Digo firma porque el sitio que ocupaba sobre el pergamino sugería esa idea. La calavera, en la esquina diagonal opuesta, tenía así el aspecto de un sello, de una estampilla. Pero me hallé dolorosamente desconcertado ante la ausencia de todo lo demás del cuerpo de mi imaginado documento, del texto de mi contexto.

-Supongo que esperaba usted encontrar una carta entre el sello y la firma.

-Algo por el estilo. El hecho es que me sentí irresistiblemente impresionado por el presentimiento de una buena fortuna inminente. No podría decir por qué. Tal vez, después de todo, era más bien un deseo que una verdadera creencia; pero ¿no sabe que las absurdas palabras de Júpiter, afirmando que el escarabajo era de oro macizo, hicieron un notable efecto sobre mi imaginación? Y luego, esa serie de accidentes y coincidencias era, en realidad, extraordinaria. ¿Observa usted lo que había de fortuito en que esos acontecimientos ocurriesen el único día del año en que ha hecho, ha podido hacer, el suficiente frío para necesitarse fuego, y que, sin ese fuego, o sin la intervención del perro en el preciso momento en que apareció, no habría podido yo enterarme de lo de la calavera, ni habría entrado nunca en posesión del tesoro?

-Pero continúe… Me consume la impaciencia.

-Bien; habrá usted oído hablar de muchas historias que corren, de esos mil vagos rumores acerca de tesoros enterrados en algún lugar de la costa del Atlántico por Kidd y sus compañeros. Esos rumores desde hace tanto tiempo y con tanta persistencia, desde hace tanto tiempo y con tanta persistencia, ello se debía, a mi juicio, tan sólo a la circunstancia de que el tesoro enterrado permanecía enterrado. Si Kidd hubiese escondido su botín durante cierto tiempo y lo hubiera recuperado después, no habrían llegado tales rumores hasta nosotros en su invariable forma actual. Observe que esas historias giran todas alrededor de buscadores, no de descubridores de tesoros. Si el pirata hubiera recuperado su botín, el asunto habría terminado allí. Parecíame que algún accidente-por ejemplo, la pérdida de la nota que indicaba el lugar preciso-debía de haberle privado de los medios para recuperarlo, llegando ese accidente a conocimiento de sus compañeros, quienes, de otro modo, no hubiesen podido saber nunca que un tesoro había sido escondido y que con sus búsquedas infructuosas, por carecer de guía al intentar recuperarlo, dieron nacimiento primero a ese rumor, difundido universalmente por entonces, y a las noticias tan corrientes ahora. ¿Ha oído usted hablar de algún tesoro importante que haya sido desenterrado a lo largo de la costa?

-Nunca.

-Pues es muy notorio que Kidd los había acumulado inmensos. Daba yo así por supuesto que la tierra seguía guardándolos, y no le sorprenderá mucho si le digo que abrigaba una esperanza que aumentaba casi hasta la certeza: la de que el pergamino tan singularmente encontrado contenía la última indicación del lugar donde se depositaba.

-Pero ¿cómo procedió usted?

-Expuse de nuevo la vitela al fuego, después de haberlo avivado; pero no apareció nada. Pensé entonces que era posible que la capa de mugre tuviera que ver en aquel fracaso: por eso lavé con esmero el pergamino vertiendo agua caliente encima, y una vez hecho esto, lo coloqué en una cacerola de cobre, con la calavera hacia abajo, y puse la cacerola sobre una lumbre de carbón. A los pocos minutos estando ya la cacerola calentada a fondo, saqué la tira de pergamino, y fue inexpresable mi alegría al encontrarla manchada, en varios sitios, con signos que parecían cifras alineadas. Volví a colocarla en la cacerola, y la dejé allí otro minuto. Cuando la saqué, estaba enteramente igual a como va usted a verla.

Y al llegar aquí, Legrand, habiendo calentado de nuevo el pergamino, lo sometió a mi examen. Los caracteres siguientes aparecían de manera toscamente trazada, en color rojo, entre la calavera y la cabra:

53+++305))6*;4826)4+.)4+);806*:48+8¶60))85;1+(;:+*8+83(88) 5*+;46(;88*96*’;8)*+(;485);5*+2:*+(;4956*2(5*-4)8¶8*;406 9285);)6+8)4++;1(+9;48081;8:+1;48+85;4)485+528806*81(+9; 48;(88;4(+?34;48)4+;161;:188;+?;

-Pero-dije, devolviéndole la tira-sigo estando tan a oscuras como antes. Si todas las joyas de Golconda esperasen de mí la solución de este enigma, estoy en absoluto seguro de que sería incapaz de obtenerlas.

-Y el caso-dijo Legrand-que la solución no resulta tan difícil como cabe imaginarla tras del primer examen apresurado de los caracteres. Estos caracteres, según pueden todos adivinarlo fácilmente forman una cifra, es decir, contienen un significado pero por lo que sabemos de Kidd, no podía suponerle capaz de construir una de las más abstrusas criptografías. Pensé, pues, lo primero, que ésta era de una clase sencilla, aunque tal, sin embargo, que pareciese absolutamente indescifrable para la tosca inteligencia del marinero, sin la clave.

-¿Y la resolvió usted, en verdad?

-Fácilmente; había yo resuelto otras diez mil veces más complicadas. Las circunstancias y cierta predisposición mental me han llevado a interesarme por tales acertijos, y es, en realidad, dudoso que el genio humano pueda crear un enigma de ese género que el mismo ingenio humano no resuelva con una aplicación adecuada. En efecto, una vez que logré descubrir una serie de caracteres visibles, no me preocupó apenas la simple dificultad de desarrollar su significación.

En el presente caso-y realmente en todos los casos de escritura secreta-la primera cuestión se refiere al lenguaje de la cifra, pues los principios de solución, en particular tratándose de las cifras más. sencillas, dependen del genio peculiar de cada idioma y pueden ser modificadas por éste. En general, no hay otro medio para conseguir la solución que ensayar (guiándose por las probabilidades) todas las lenguas que os sean conocidas, hasta encontrar la verdadera. Pero en la cifra de este caso toda dificultad quedaba resuelta por la firma. El retruécano sobre la palabra Kidd sólo es posible en lengua inglesa. Sin esa circunstancia hubiese yo comenzado mis ensayos por el español y el francés, por ser las lenguas en las cuales un pirata de mares españoles hubiera debido, con más naturalidad, escribir un secreto de ese género. Tal como se presentaba, presumí que el criptograma era inglés.

IV

Fíjese usted en que no hay espacios entre las palabras. Si los hubiese habido, la tarea habría sido fácil en comparación. En tal caso hubiera yo comenzado por hacer una colación y un análisis de las palabras cortas, y de haber encontrado, como es muy probable, una palabra de una sola letra (a o I-uno, yo, por ejemplo), habría estimado la solución asegurada. Pero como no había espacios allí, mi primera medida era averiguar las letras predominantes así como las que se encontraban con menor frecuencia. Las conté todas y formé la siguiente tabla:

El signo 8

aparece 33 veces

— ;

— 26 —

— 4

— 19 —

+

— 16 —

— *

— 13 —

— 5

— 12 —

— 6

— 11 —

— +1

— 10 —

— 0

— 8 —

— 9 y 2

— 5 —

— : y 3

— 4 —

— ?

— 3 — 

— ¶

— 2 —

— — y

— 1 vez

Ahora bien: la letra que se encuentra con mayor frecuencia en inglés es la e. Después, la serie es la siguiente: a o y d h n r s t u y c f g l m w b k p q x z. La e predomina de un modo tan notable, que es raro encontrar una frase sola de cierta longitud de la que no sea el carácter principal.

Tenemos, pues, nada más comenzar, una base para algo más que una simple conjetura. El uso general que puede hacerse de esa tabla es obvio, pero para esta cifra particular sólo nos serviremos de ella muy parcialmente. Puesto que nuestro signo predominante es el 8, empezaremos por ajustarlo a la e del alfabeto natural. Para comprobar esta suposición, observemos si el 8 aparece a menudo por pares-pues la e se dobla con gran frecuencia en inglés-en palabras como, por ejemplo, meet, speed, seen, been agree, etcétera. En el caso presente, vemos que está doblado lo menos cinco veces, aunque el criptograma sea breve.

Tomemos, pues, el 8 como e. Ahora, de todas las palabras de la lengua, the es la más usual; por tanto, debemos ver si no está repetida la combinación de tres signos, siendo el último de ellos el 8. Si descubrimos repeticiones de tal letra, así dispuestas, representarán, muy probablemente, la palabra the. Una vez comprobado esto, encontraremos no menos de siete de tales combinaciones, siendo los signos 48 en total. Podemos, pues, suponer que ; representa t, 4 representa h, y 8 representa e, quedando este último así comprobado. Hemos dado ya un gran paso.

Acabamos de establecer una sola palabra; pero ello nos permite establecer también un punto más importante; es decir, varios comienzos y terminaciones de otras palabras. Veamos, por ejemplo, el penúltimo caso en que aparece la combinación; 48 casi al final de la cifra. Sabemos que el, que viene inmediatamente después es el comienzo de una palabra, y de los seis signos que siguen a ese the, conocemos, por lo menos, cinco. Sustituyamos, pues, esos signos por las letras que representan, dejando un espacio para el desconocido:

t eeth

Debemos, lo primero, desechar el th como no formando parte de la palabra que comienza por la primera t, pues vemos, ensayando el alfabeto entero para adaptar una letra al hueco, que es imposible formar una palabra de la que ese th pueda formar parte. Reduzcamos, pues, los signos a

t ee.

Y volviendo al alfabeto, si es necesario como antes, llegamos a la palabra «tree» [* árbol], como la única que puede leerse. Ganamos así otra letra, la r, representada por (, más las palabras yuxtapuestas the tree [*el árbol].

Un poco más lejos de estas palabras, a poca distancia, vemos de nuevo la combinación; 48 y la empleamos como terminación de lo que precede inmediatamente. Tenemos así esta distribución:

the tree : 4 + ? 34 the,

o sustituyendo con letras naturales los signos que conocemos, leeremos esto:

tre tree thr + ? 3 h the.

Ahora, si sustituimos los signos desconocidos por espacios blancos o por puntos, leeremos:

the tree thr… h the,

y, por tanto, la palabra through [*por, a través] resulta evidente por sí misma. Pero este descubrimiento nos da tres nuevas letras, o, u, y g, representadas por + ? y 3.

Buscando ahora cuidadosamente en la cifra combinaciones de signos conocidos, encontraremos no lejos del comienzo esta disposición:

83 (88, o agree,

que es, evidentemente, la terminación de la palabra degree [*grado], que nos da otra letra, la d, representada por +.

Cuatro letras más lejos de la palabra degree, observamos la combinación,

; 46 (; 88

cuyos signos conocidos traducimos, representando el desconocido por puntos, como antes; y leemos:

th . rtea.

Arreglo que nos sugiere acto seguido la palabra thirteen [* trece] y que nos vuelve a proporcionar dos letras nuevas, la i y la n, representadas por 6 y *.

Volviendo ahora al principio del criptograma, encontramos la combinación.

+++

53

+++

Traduciendo como antes, obtendremos

.good.

Lo cual nos asegura que la primera letra es una A, y que las dos primeras palabras son A good [* bueno, buena].

Sería tiempo ya de disponer nuestra clave, conforme a lo descubierto, en forma de tabla, para evitar confusiones. Nos dará lo siguiente:

5 representa a

+ » d

8 » e

3 » g

4 » h

6 » i

* » n

+ + » o

( » r

: » t

? » u

Tenemos así no menos de diez de las letras más importantes representadas, y es inútil buscar la solución con esos detalles. Ya le he dicho lo suficiente para convencerle de que cifras de ese género son de fácil solución, y para darle algún conocimiento de su desarrollo razonado. Pero tenga la seguridad de que la muestra que tenemos delante pertenece al tipo más sencillo de la criptografía. Sólo me queda darle la traducción entera de los signos escritos sobre el pergamino, ya descifrados. Hela aquí:

A good glass in the Bishop’s Hostel in the devil´s seat forty-one degrees and thirteen minutes northeast and by north main branch seventh, limb east side shoot from the left eye of the death’shead a bee-line from the tree through the shot fifty feet out *

[* Un buen vaso en la hostería del obispo en la silla del diablo cuarenta y un grados y trece minutos nordeste cuatro de norte, principal rama séptimo vastago lado este solar desde el ojo izquierdo de la cabeza de muerto una línea recta desde el árbol a través de la bala cincuenta pies fuera.]

-Pero-dije-el enigma me parece de tan mala calidad como antes. ¿Cómo es posible sacar un sentido cualquiera de toda esa jerga referente a «la silla del diablo», «la cabeza de muerto» y «el hostal o la hostería del obispo»?

-Reconozco-replicó Legrand-que el asunto presenta un aspecto serio cuando echa uno sobre él una ojeada casual. Mi primer empeño fue separar lo escrito en las divisiones naturales que había intentado el criptógrafo.

-¿Quiere usted decir, puntuarlo?

-Algo por el estilo.

-Pero ¿cómo le fue posible hacerlo?

-Pensé que el rasgo característico del escritor habia consistido en agrupar sus palabras sin separación alguna, queriendo así aumentar la dificultad de la solución. Ahora bien: un hombre poco agudo, al perseguir tal objeto, tendrá, seguramente, la tendencia a superar la medida. Cuando en el curso de su composición llegaba a una interrupción de su tema que requería, naturalmente, una pausa o un punto, se excedió, en su tendencia a agrupar sus signos, más que de costumbre. Si observa usted ahora el manuscrito le será fácil descubrir cinco de esos casos de inusitado agrupamiento. Utilizando ese indicio hice la consiguiente división:

A good glass in the bishop’s hostel in the devil’s sear -forty one degrees and thirteen minutes-northeast and by north-main branch seventh limb eart side-shoot from the left eye of the death’s-head-a bee line from the tree through the shot fifty feet out.*

[* Un buen vaso en la hostería del obispo en la silla del diablo – cuarenta y un grados y trece minutos – nordeste cuatro de norte -principal rama séptimo vástago lado este solar desde el ojo izquierdo de la cabeza de muerto una línea recta desde el árbol a través de la bala cincuenta pies fuera.]

-Aun con esa separación-dije-, sigo estando a oscuras.

-También yo lo estuve-replicó Legrand-por espacio de algunos días, durante los cuales realicé diligentes pesquisas en las cercanías de la isla de Sullivan, sobre una casa que llevase el nombre de Hotel del Obispo, pues, por supuesto, deseché la palabra anticuada «hostal, hostería». No logrando ningún informe sobre la cuestión, estaba a punto de extender el campo de mi búsqueda y de obrar de un modo más sistemático, cuando una mañana se me ocurrió de repente que aquel «Bishop’s Hostel» podía tener alguna relación con una antigua familia apellidada Bessop [* En el criptograma se leía bishop’s hostel], la cual, desde tiempo inmemorial, era dueña de una antigua casa solariega a unas cuatro millas, aproximadamente, al norte de la isla. De acuerdo con lo cual fui a la plantación, y comencé de nuevo mis pesquisas entre los negros más viejos del lugar. Por último, una de las mujeres de más edad me dijo que ella había oído hablar de un sitio como Bessop’s Castle, y que creía poder conducirme hasta él, pero que no era un castillo, ni mesón, sino una alta roca.

Le ofrecí retribuirle bien por su molestia y después de alguna vacilación, consintió en acompañarme hasta aquel sitio. Lo descubrimos sin gran dificultad; entonces la despedí y me dediqué al examen del paraje. El castillo consistía en una agrupación irregular de macizos y rocas, una de éstas muy notable tanto por su altura como por su aislamiento y su aspecto artificial. Trepé a la cima, y entonces me sentí perplejo ante lo que debía hacer después.

Mientras meditaba en ello, mis ojos cayeron sobre un estrecho reborde en la cara oriental de la roca a una yarda quizá por debajo de la cúspide donde estaba colocado. Aquel reborde sobresalía unas dieciocho pulgadas, y no tendría más de un pie de anchura; un entrante en el risco, justamente encima, le daba una tosca semejanza con las sillas de respaldo cóncavo que usaban nuestros antepasados. No dudé que fuese aquello la «silla del diablo» a la que aludía el manuscrito, y me pareció descubrir ahora el secreto entero del enigma.

El «buen vaso» lo sabía yo, no podía referirse más que a un catalejo, pues los marineros de todo el mundo rara vez emplean la palabra «vaso» en otro sentido. Comprendí ahora en seguida que debía utilizarse un catalejo desde un punto de vista determinado que no admitía variación. No dudé un instante en pensar que las frases «cuarenta y un grados y trece minutos» y «Nordeste cuarto de Norte» debían indicar la dirección en que debía apuntarse el catalejo. Sumamente excitado por aquellos descubrimientos, marché, presuroso, a casa, cogí un catalejo y volví a la roca.

Me dejé escurrir sobre el reborde y vi que era imposible permanecer sentado allí, salvo en una posición especial. Éste hecho confirmó mi preconcebida idea. Me dispuse a utilizar el catalejo. Naturalmente, los «cuarenta y un grados y trece minutos» podían aludir sólo a la elevación por encima del horizonte visible, puesto que la dirección horizontal estaba indicada con claridad por las palabras «Nordeste cuarto de Norte». Establecí esta última dirección por medio de una brújula de bolsillo; luego, apuntando el catalejo con tanta exactitud como pude con un ángulo de cuarenta y un grados de elevación, lo moví con cuidado de arriba abajo, hasta que detuvo mi atención una grieta circular u orificio en el follaje de un gran árbol que sobresalía de todos los demás, a distancia. En el centro de aquel orificio divisé un punto blanco; pero no pude distinguir al principio lo que era. Graduando el foco del catalejo, volví a mirar, y comprobé ahora que era un cráneo humano.

Después de este descubrimiento, consideré con entera confianza el enigma como resuelto, pues la frase «rama principal, séptimo vástago, lado Este» no podía referirse más que a la posición de la calavera sobre el árbol, mientras lo de «soltar desde el ojo izquierdo de la cabeza de muerto» no admitía tampoco más que una interpretación con respecto a la busca de un tesoro enterrado. Comprendí que se trataba de dejar caer una bala desde el ojo izquierdo, y que una línea recta (línea de abeja), partiendo del punto más cercano al tronco por »la bala» (o por el punto donde cayese la bala), y extendiéndose desde allí a una distancia de cincuenta pies, indicaría el sitio preciso, y debajo de este sitio juzgué que era, por lo menos, posible que estuviese allí escondido un depósito valioso.

-Todo eso-dije-es harto claro, y asimismo ingenioso, sencillo y explícito. Y cuando abandonó usted el Hotel del Obispo, ¿qué hizo?

-Pus habiendo anotado escrupulosamente la orientación del árbol, me volví a casa. Sin embargo en el momento de abandonar «la silla del diablo», el orificio circular desapareció, y de cualquier lado que me volviese érame ya imposible divisarlo. Lo que me parece el colmo del ingenio en este asunto es el hecho (pues, al repetir la experiencia, me he convencido de que es un hecho) de que la abertura circular en cuestión resulta sólo visible desde un punto que es el indicado por esa estrecha cornisa sobre la superficie de la roca.

En esta expedición al Hotel del Obispo fui seguido por Júpiter, quien observaba, sin duda, desde hacia unas semanas, mi aire absorto, y ponía un especial cuidado en no dejarme solo. Pero al día siguiente me levanté muy temprano, conseguí escaparme de él y corrí a las colinas en busca del árbol. Me costó mucho trabajo encontrarlo. Cuando volví a casa por la noche, mi criado se disponía a vapulearme. En cuanto al resto de la aventura, creo que está usted tan enterado como yo.

-Supongo-dije-que equivocó usted el sitio en las primeras excavaciones, a causa de la estupidez de Júpiter dejando caer el escarabajo por el ojo derecho de la calavera en lugar de hacerlo por el izquierdo.

-Exactamente. Esa equivocación originaba una diferencia de dos pulgadas y media, poco más o menos, en relación con la bala, es decir, en la posición de la estaca junto al árbol, y si el tesoro hubiera estado bajo la «bala», el error habría tenido poca importancia; pero la «bala», y al mismo tiempo el punto más cercano al árbol, representaban simplemente dos puntos para establecer una línea de dirección; claro está que el error, aunque insignificante al principio, aumentaba al avanzar siguiendo la línea, y cuando hubimos llegado a una distancia de cincuenta pies, nos había apartado por completo de la pista. Sin mi idea arraigada a fondo de que había allí algo enterrado, todo nuestro trabajo hubiera sido inútil.

-Pero su grandilocuencia, su actitud balanceando el insecto, ¡cuán excesivamente estrambóticas! Tenía yo la certeza de que estaba usted loco. Y ¿por qué insistió en dejar caer el escarabajo desde la calavera, en vez de una bala?

-¡Vaya! Para serle franco, me sentía algo molesto por sus claras sospechas respecto a mi sano juicio, y decidí castigarle algo, a mi manera, con un poquito de serena mixtificación. Por esa razón balanceaba yo el insecto, y por esa razón también quise dejarlo caer desde el árbol. Una observación que hizo usted acerca de su peso me sugirió esta última idea.

-Sí, lo comprendo; y ahora no hay más que un punto que me desconcierta. ¿Qué vamos a decir de los esqueletos encontrados en el hoyo?

-Esa es una pregunta a la cual, lo mismo que usted, no sería yo capaz de contestar. No veo, por cierto, más que un modo plausible de explicar eso; pero mi sugerencia entraña una atrocidad tal, que resulta horrible de creer. Aparece claro que Kidd (si fue verdaderamente Kidd quien escondió el tesoro, lo cual no dudo), aparece claro que él debió de hacerse ayudar en su trabajo. Pero, una vez terminado, éste pudo juzgar conveniente suprimir a todos los que compartían su secreto. Acaso un par de azadonazos fueron suficientes, mientras sus ayudantes estaban ocupados en el hoyo; acaso necesitó una docena. ¿Quién nos lo dirá?

 

REALISMO

«Aves sin nido» por Clorinda Matto de Turner

 

SIMBOLISMO 

«El Albatros», poema de Charles Baudelaire  (Les fleurs du mal) Traducción castellana de Ángel Lázaro 

Suelen, por divertirse, los mozos marineros
cazar albatros, grandes pájaros de los mares
que siguen lentamente, indolentes viajeros,
el barco, que navega sobre abismos y azares.

Apenas los arrojan allí sobre cubierta,
príncipes del azul, torpes y avergonzados, 
el ala grande y blanca aflojan como muerta
y la dejan, cual remos, caer a sus costados.

¡Qué débil y que inútil ahora el viajero alado!
El, antes tan hermoso, ¡que grotesco en el suelo!
Con su pipa uno de ellos el pico le ha quemado,
otro imita, renqueando, del inválido el vuelo.

El poeta es igual… Allá arriba, en la altura,
¡qué importan flechas, rayos, tempestad desatada!
Desterrado en el mundo, concluyó la aventura:
¡sus alas de gigante no le sirven de nada!

 

«La niña de la lámpara azul», poema de José María Eguren

 

En el pasadizo nebuloso
cual mágico sueño de Estambul,
su perfil presenta destelloso
la niña de la lámpara azul.
              
Ágil y risueña se insinúa,
y su llama seductora brilla,
tiembla en su cabello la garúa
de la playa de la maravilla.
              
Con voz infantil y melodiosa
en fresco aroma de abedul,
habla de una vida milagrosa
la niña de la lámpara azul.
              
Con cálidos ojos de dulzura
y besos de amor matutino,
me ofrece la bella criatura
un mágico y celeste camino.
              
De encantación en un derroche,
hiende leda, vaporoso tul;
y me guía a través de la noche
la niña de la lámpara azul.